Savarin

LUCIANO CAPURRO

CARBALLO

ARA SOLIS | O |

06 ene 2005 . Actualizado a las 06:00 h.

JEAN ANTHELME Brillat-Savarin era un hombre orgulloso de sus finas pantorrillas, piernas de gacela sobre las que surgía un estómago prominente. Su Fisiología del gusto no es sólo un libro de gastronomía, sino un templo filosófico de la reflexión de sobremesa. Decía Savarin que a las mujeres que quisieran hacer dieta les aconsejaba beber vino blanco a pasto (sic), pero no desayunarse con vinagre, una costumbre de las lánguidas damas parisinas de finales del XVIII que a veces las llevaba a la tumba en su anoréxica búsqueda de la delgadez extrema. Savarin no quería saber nada de dietas. Había intentado ocultar su panza con un corsé pero reconocía que aquella prisión no era para él. Lo suyo era sentarse a la mesa y comerse capones trufados hasta parecer esferas. Decía que el ser humano se caracterizaba por dos cosas: por una curiosidad innata y por su gusto por los licores y productos derivados de la fermentación. Lo quiero imaginar algo piripi contándole tales teorías a los marineros de Malpica y negociando con ellos el precio del rodaballo y la langosta, o corriendo con sus finas pantorrillas por los montes de Vimianzo detrás de un jabalí para convencerlo de que su mejor opción vital es la de acabar en una cazuela.