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Un tesoro llamado Monte Branco

Domingos Sampedro
Domingos Sampedro SANTIAGO / LA VOZ

CARBALLO

Dos de los participantes en la etapa del domingo, con el Monte Branco al fondo.
Dos de los participantes en la etapa del domingo, con el Monte Branco al fondo. d. s.< / span>

La etapa Arou-Camariñas sorprende por ser la más virgen de la ruta

19 may 2015 . Actualizado a las 10:22 h.

Camariñas tiene mucho a favor para que algún día la declaren capital del Camiño dos Faros. En este término se sitúa la ground zero, que dirían los americanos, la mitad exacta de la ruta de senderismo de 200 kilómetros que enlaza Malpica con el cabo Fisterra, bordeando siempre la costa. Es un paisaje quebrado, salpicado de calas encañonadas y restingas mortales, donde se forjó la verdadera leyenda de la Costa da Morte, un término acuñado por la prensa británica para relatar con mayor dramatismo naufragios como los del Iris Hull, Serpent o Trinacria, acaecidos en la misma década. Cuentan que en lo alto del Monte Branco, cerrando los ojos, no es raro escuchar el eco de las almas que vagan por estos lares entremezclado con la arena que empuja el viento desde la ensenada de Trece.

La quinta etapa del Camiño dos Faros, que enlaza el enclave de Arou con el puerto de Camariñas (22,7 kilómetros), y en la que participaron 533 senderistas el pasado domingo, es la zona más virgen de la ruta. Puede que también la más bella. No falta quien lo afirme contundente, como Ángeles Lence, profesora de educación física en Arteixo que rebasa ya los sesenta, y que se encarga de «furar o camiño», es decir, de abrir paso en el grupo de cabeza. «Es mi tramo favorito -confiesa- porque no hay urbanizaciones y es un sendero de pies por el que hay que pasar de uno en uno disfrutando mucho más del paisaje y del mar».

Ángeles, al igual que otros miembros de la asociación de los autodenominados trasnos que difunden esta ruta, está obsesionados con la duna rampante de Monte Branco, una caprichosa lengua de arena que cabalga por el monte Veo a una altura de 150 metros. Es un ecosistema muy frágil. A los trasnos se les reprocha que pueden acabar con todo esto si masifican el camino. Ellos lo saben. Y quizás por eso extreman las precauciones. Nada de pisar la vegetación. Nada de caminar por donde a uno le venga en gana. La duna se bordea en fila de a uno por el único punto que el viento puede regenerar.

Pero antes de trepar al Monte Branco, mitad del camino, hay que atravesar los coídos de Lobeiras y el puerto de Santa Mariña, y confiar que alguien narre historias de antiguos balleneros.

Curiosamente, la zona cero del Camiño dos Faros no es de las más laboriosas. Cada paso da margen para buscarle formas animalísticas a los penedos sin dejar de sentir ese sabor salitroso que deja el viento en la cara.

El naufragio hecho topónimo

Al cruzar por Trece es imposible sustraerse a los relatos de los múltiples naufragios. Hay marcas, incluso topónimos, que evocan la tragedia en cualquier lado, como las cruces encima de las rocas, el famoso Cemiterio dos Ingleses o la Furna dos Difuntos Queimados, llamada así porque aquí se le prendió fuego a los restos, algunos humanos, que llegaron a la orilla tras el naufragio del Trinacria en 1893.

Y tras bordear la mortífera Punta do Boi, la ruta se abre ya a las imponentes vistas del faro del cabo Vilán, que los caminantes pueden ver de frente, de perfil y de costado. Es sin duda el símbolo de esta etapa, la quinta, que queda para siempre clavado en la retina y fijado en la memoria.

Pero también en esto hay opiniones. Porque ese tesoro llamado Monte Branco, a cuyos pies aflora la extravagante caramiña, es para algunos mucho más evocador. Allá el que quiera dejar este mundo sin presenciar esta maravilla digna de darle forma a un cuento de Rafael Dieste. Quizás al del abuelo aquel que farfullaba en su lecho su último deseo: «Quero ver o tren». No por el tren, sino por todo lo que evoca. Si el rianxeiro conociera este paraje, el abuelo del cuento diría: «Quero ver Monte Branco».