Te echo de menos, nena, más de lo que recomendaría cualquier cardiólogo. Te dejé. ¿Qué puedo decir? ¿Qué otra cosa podía hacer, nena? Tú eras tan Nancy y yo tan Sid Vicious que vivíamos condenados a muerte. Has sido fundamental en quién soy pero el primer día que nos tocamos ya palpábamos futuras cicatrices de navaja y callejón. No soy fácil, nena, tú tampoco.
No te mentiré con esa basura que dicen todos, el «siempre pienso en ti». No. Reconozco que no estoy siempre pensando en ti, pero, por lo general, cuando no pienso en nada, estoy pensando en ti. Eso es mucho, nena. Bueno, es algo. Contigo Ribeira era más entretenida que Netflix, las bebidas nunca eran isotónicas y las peores canciones eran nuestra canción.
Quizá empezamos muy jóvenes. Yo tenía 13 años y la fugaz incomprensión moteada de eternidad de la adolescencia. Nos miraban con envidia cuando te llevaba de la mano por las calles; sabían que te desnudaría, que rugiríamos bajo la luna de mayo como caballeros templarios en la Segunda Cruzada, que susurraríamos como Robert Redford a los caballos…
Te recuerdo tras una noche de toqueteo salvaje: la luz de una bombilla al pasar por el vino con Coca-Cola te daba un aire a las moras del camino. Te di la espalda y tú me miraste desde arriba como Dalí miró a Cristo. «Esto tiene que acabarse, nena», os dije a ti y al calimocho en un ocaso de dolor. Entonces, con todas nuestras historias prohibidas y el olor del asfalto, te metí en la funda. Blanca y negra, olvidada en el desván de nuestra primera desnudez. Eras mucho más que mi guitarra eléctrica, nena.