La vida laboral más allá de los 65 años: «La cocina en hora punta me da chispa»

Pablo Varela Varela
pablo varela CARBALLO / LA VOZ

CARBALLO

Ana Garcia

En Barizo y Baio, vecinos que rebasan la edad de jubilación continúan en activo

02 oct 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

A inicios de semana, el ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, salió al paso de unas declaraciones realizadas un día antes en una entrevista con el diario Ara, donde aludía al «cambio cultural» para trabajar más entre los 55 y 75 años. Tras la polvareda, Escrivá expuso que, en realidad, se refería a la necesidad de «fomentar medidas que contribuyan a cambiar la mentalidad de las empresas», y que la edad de jubilación «es adecuada, y no es necesario modificarla».

Ese escenario de integración laboral para grupos de edad más avanzados, una cuenta pendiente arrastrada a lo largo del tiempo por los distintos gobiernos, y en especial, tras la crisis financiera del 2008, sigue siendo complejo. Mientras, hay quien, si se lo puede permitir, estira su vida como trabajador activo más allá de la edad de retiro porque es su gasolina del día a día. Y curiosamente, este perfil suele darse en negocios de índole familiar que, en muchos casos, buscan o ya han hallado un relevo generacional.

María Concepción del Río, Chita para quienes la conocen de toda la vida, es toda una referencia en el mundo culinario de la Costa da Morte. Sus raíces están en Santiago de Compostela, donde abrió un restaurante en los años ochenta. «Veníamos a la zona de Malpica a comprar percebe y nécoras», recuerda. En sus inicios solo se llevaba marisco, pero en otra ocasión se animó con la adquisición de un terreno en las cercanías de Barizo. Fue la semilla de lo que, años después, se convirtió en el prestigioso restaurante de As Garzas. «Iba a ser un local pequeño, con hostal, pero con el tiempo evolucionó a lo que es hoy», dice Chita.

As Garzas comenzó su andadura en los noventa, y ella asumió el mando de la cocina hasta que su hijo tomó el testigo años atrás. Ella, aun así, no abandonó los fogones. «Hasta hace poco estaba en el restaurante de Seiruga. Lo dejo, pero no me jubilo. Seguiré en activo porque siempre estoy haciendo algo. Me gusta mucho mi trabajo, disfruto con él y no creo que me acostumbre a estar en casa. Aunque sea solo en la temporada de verano, la adrenalina de una cocina en hora punta me da chispa», cuenta. Tiene 73 años.

Que encontrar a alguien que continúe con la estirpe es un alivio lo atestigua Fernando Montero, propietario del establecimiento Casa Rogelio, en Baio (Zas). El negocio fue bautizado con el nombre de su padre, y ahí sigue el hijo, al frente. Es conocido como «el pequeño Corte Inglés», por el enfoque multinegocio del local, casi una especie en extinción en los tiempos que corren. «Aún hay mucha gente que llega desde fuera de Galicia y nos dice que les gusta venir porque establecimientos como este están desapareciendo», lamenta.

Ana Garcia

En su caso, sabe que no será así. Sus hijos, Fernando y Sara, siguen su estela y actualmente están gestionando el cambio de titularidad del negocio para que ellos pasen a ser los propietarios. «Les dejaré todo. El bar, el estanco y loterías... Yo siempre estaré para ayudar a los dos, como si fuese su mano derecha», explica. Hasta que se concrete el paso adelante de la tercera generación, él no piensa en jubilaciones. «Pensar en ello me pone enfermo. Ya llevo muchos años, y sigo pagando la cuota de autónomos, ahora con una contribución menor. Pero ya es algo que tiene que ver con mi infancia, porque de niño me gustaba estar aquí».

La historia de Fernando, en cierta forma, remite a la resistencia. En marzo del año pasado, tanto su mujer, Sara, como él, cayeron a merced del coronavirus. Fue más de un mes de lucha, y su esposa precisó de atención hospitalaria. Fernando, sin embargo, estuvo confinado en su domicilio, durante 36 días interminales que, por fortuna, concluyeron con final feliz. Con todo, arrastra secuelas derivadas de la enfermedad, que no pasa de largo sin consecuencias.

No parece, sin embargo, que aquel episodio mermase sus ganas de seguir en su lugar de siempre. «Mi padre vino de Zas para montar el negocio y quiso que yo siguiese con él. Ahora, quiero ver cómo continúan mis hijos. Y a mí, estar aquí con ellos siempre me dará vidilla», resuelve, satisfecho, a sus 67 años.