Algo hemos hecho mal, estamos haciendo mal y semeja que seguiremos haciendo mal. Hace unos días, el INE hacia público el PIB del segundo trimestre, que para sorpresa de muchos se posicionaba entorno a un 1,1 %, frente al 2,8 % que presentó el Gobierno para el cuadro macroeconómico de los Presupuestos del 2022. Esto implica un crecimiento menor del esperado con sus consecuencias para los ingresos, en un país con el mayor déficit de la zona euro, con las mayores tasas de paro, con los mayores índices de endeudamiento público y privado insostenible en largo plazo, en fin, con un crecimiento económico financiado con deuda destinada a gasto corriente y no a inversión (según el Banco de España, en el 2020 hemos tenido el mayor incremento de deuda pública de la zona euro). Ante este escenario, nuestro sistema fiscal recauda y redistribuye la renta y la riqueza, pero semeja que no lo ha hecho bien y continúa haciéndolo peor que otros países del entorno.
La Hacienda, en su conjunto (central, autonómica y local) aún no ha sido capaz de resolver sus puntos negros, dado que recauda menos que los países de Europa con tipos impositivos similares, algo que tal vez pueda tener relación con lo que decía Jose L. Feito: «Cuando el espíritu del recaudador se adueña de la mente del legislador el país no solo tendrá ingresos menores e impuestos más altos que los que podría tener, sino también menos vigor empresarial, menor crecimiento y más paro».
Desde el punto de vista del contribuyente, seguimos instalados en una cada vez más preocupante inseguridad jurídica por el funcionamiento del sistema impositivo, como recuerda Javier Gómez Taboada en su reciente post «¿Obediencia debida?», en referencia a que el 78 % de las reclamaciones resueltas sobre las actuaciones de la ATRIGA (Agencia Tributaria de Galicia) fueron favorables a los contribuyentes. Si a ello añadimos las sentencias del Tribunal Constitucional y del Supremo que anulan o corrigen aspectos básicos de la legislación tributaria, no es casualidad que los resultados sean una menor recaudación ante una mayor presión fiscal, con nivel de ocupación cada más preocupante, un déficit público en constante crecimiento y una previsible avalancha de concursos de acreedores que debilitarán más la recaudación y que con altas cargas sociales al trabajo nos posiciona ante un futuro preocupante de cara a los compromisos ante la UE para recibir los fondos Next Generation.
Podríamos concluir afirmando sobre las reformas fiscales que las hay para ayudar y sustentar la reconstrucción y afianzar el futuro de las cuentas públicas, pero también pueden darse reformas para fomentar la destrucción. Si el objetivo es avanzar hacia una Europa más sostenible, más moderna y más autosuficiente e incluso menos globalizada, hay que entender que ninguna nación del entorno puede mantenerse en una permanente situación de desequilibrios financieros, debemos lograr que los presupuestos sean capaces de crecer al mismo tiempo que su tejido productivo, pero desde hace algún tiempo a esta parte se está dedicando más tiempo y esfuerzos a mantener, liquidar y cerrar empresas, elementos esenciales de las situaciones concursales, que a alimentarlas vivas, sanas y en funcionamiento. Mientras Hacienda siga viendo a las empresas y economías domesticas como un «abrevadero» de fondos susceptibles de ser esquilmados, cada día que pasa nos alejaremos más del objetivo de conservar el vigor del tejido productivo capaz de sustentar el incierto futuro de nuestro precario sistema tributario y corremos el riesgo de perder el tren de la tan ansiada recuperación económica, ante la ausencia de reformas y estrategias necesarias a la vista de la deriva y situación política actual.