Los pioneros que cabalgaron las olas de la inexplorada Costa da Morte
Un grupo de surfistas locales plantó la semilla en Razo a mediados de los años ochenta. Esta es su historia
Periodista en La Voz de Carballo. Puedes contarme tu historia o sugerirme una a través de este mail: pablo.varela@lavoz.es
Bastaba con otear en el horizonte hacia donde se orientaba el humo que salía de una chimenea, o cómo se agitaban las sábanas en el tendal del vecino, para saber si el viento de aquel día sería bueno. «Pero, ó final, tiñas que vir ó mar para saber se poderías surfear», explica Raúl Vilanova, uno de los primeros que se subió a una tabla en la playa de Razo, a mediados de los ochenta.
Por aquel entonces, quien quería cerciorarse de si habría una buena jornada de olas llamaba a O Cordobés, un restaurante de toda la vida, a un paso del arenal carballés. Aún hoy, una fotografía colgada en la pared del establecimiento, donde aparecen unos viajeros neocelandeses, cuenta cómo germinó la semilla del surf en la comarca. «Fueron a Londres, donde solían alquilar alguna furgoneta Volkswagen, de las antiguas. Su intención era bajar desde Francia, recorriendo la costa hasta llegar al final de Portugal. Luego, había incluso quien pasaba a Marruecos», cuenta Fernando Calvo, considerado por muchos como el pionero en la comarca.
Era el verano del año 1987, y en el viaje de aquel grupo, además de las rompientes, se cruzó el amor. «Vinieron un verano, todo el verano. Y tenían la playa de Razo para ellos tres. Viajaban buscando sitios como este, donde antaño no había surfistas», explica Calvo. «E despois, coñeceron a unhas rapazas e un deles quedou con moza aquí, en Carballo», agrega Vilanova. Fue el punto de partida para que el surf, un deporte que ya había echado raíces en A Coruña, Ferrol y Vigo, llegase también a la Costa da Morte, de donde ya no se marchó.
Fernando Calvo, que venía del mundo del windsurf, fue quien abrió camino. Un día, en los años de los videoclubes, cayó en sus manos una película de la California surfera de los setenta. «Siempre me había apetecido probar, pero aquí aún no había nada. Ni vídeos, ni información...», dice. Fue en una tienda de náutica de Vigo, adquiriendo una tabla que allí habían comprado como un simple elemento de decoración, cuando dio el paso adelante. «Y fue imposible. Estuve más de un año yendo al agua con ella y casi sin coger una ola. Era muy pequeña, flotaba poco... Ni los neocelandeses pudieron hacer nada con ella», rememora entre risas.
Ocurrió que aquel intento bastó para que calase la cultura del surf en una comarca por entonces inexplorada. Sin móviles, sin un Google Maps al que agarrarse en las enrevesadas carreteras comarcales de la época, las únicas vías para saber a dónde moverse eran la rumorología, la intuición y un teléfono fijo con un buen contacto al otro lado de la línea. «Por exemplo, había un número de Portos de Galicia ó que chamabas e, polas boias, dicíanche a previsión que había», detalla Raúl Vilanova. Pero cuando en Razo no había buenas perspectivas, estar ojo avizor al asfalto era lo que permitía variar el rumbo. La familia del carballés Raúl Eirín, otro veterano de aquellos años, regentaba una panadería en el centro del municipio. «E os que ían a Nemiña collían a estrada de Coruña e Fisterra, pasando por diante cas táboas», revela. «Nemiña era unha praia que podía funcionar cando aquí, en Razo, estaba o mar revolto», suma Vilanova.
Tras el arenal carballés, también probaron suerte en otros puntos como Malpica, Soesto y Laxe. Fue, en definitiva, un proceso de aprendizaje basado en lo sensorial, porque, sin ver y escuchar a vecinos y viajeros, recorrer el litoral en busca de olas hubiese sido más complejo. Ahora, varios portales especializados ofrecen en Internet la posibilidad de seguir en directo, a través de webcams, la situación de las playas y el agua en puntos como Lires o Caión.
Que la Costa da Morte fuese un vergel por descubrir tiene su explicación. «Había, e hai, moitas estradas estreitas, e tantas praias que o fácil era perderse. Ata hai relativamente pouco non existían rutas claras, así que vinte anos atrás nin de broma atoparías algunhas zonas nas que agora si ves xente», razona Raúl Eirín.
La exigencia del surf
Ya ha pasado mucho tiempo desde aquellos años en los que los surfistas locales compartían rompiente con Tito Fariña, uno de los referentes de la disciplina a nivel gallego, fallecido en noviembre del año pasado. Por aquel entonces, el grupo que integraba Fariña era de unas quince personas, aproximadamente. El escenario actual es muy distinto, porque el surf ganó popularidad y también presencia a través de las escuelas y campamentos. «Agora hai tutoriais dixitais, moita máis venda de táboas...», dice Vilanova.
Tanto Eirín cómo él siguen enfundándose el neopreno siempre que pueden. Calvo, que por motivos laborales se fue de Carballo por un tiempo, lo fue dejando. Y ahí está otra de las claves del surf, porque además de otear el agua también es importante saber lidiar con ella. «Como no practiques con asiduidad, cuesta», comenta. «É duro, e esixente. Igual hai un día que che vai a cabeza, pero non os brazos», determina Eirín.
Asomados los tres a la barandilla de madera que bordea Razo, divisando la rompiente del Teirón, enumeran viajes que les quedaron pendientes. Los hubo, pero nunca perdieron de vista las olas que hay en el patio de casa, su casa, un sentimiento que resumía, en pocas palabras, Eirín: «A min gústame vir aquí».
Fernando Calvo, uno de los primeros artesanos que fabricó sus tablas
Aún hay un espacio para los románticos del surf en la Costa da Morte, un aroma de aquellos inicios. A finales de los ochenta, Fernando Calvo, que se había suscrito a varias revistas americanas y francesas, comenzó a darle vueltas a la idea de abrir un taller orientado a la fabricación de tablas artesanales. Lo hizo en el año 1987. Ya por aquel entonces, en un reportaje de La Voz de Galicia con el periodista Pedro Tasende, contaba los entresijos de un trabajo que comenzó solo, sin ayuda de nadie: «Las principales herramientas son las manos. Y un cepillo y una lijadora, eléctricos, que no son nada del otro mundo. En cuanto a los materiales, se componen de poliuretano, fibra de vidrio y resina».
En la terraza del restaurante O Cordobés, sentado frente a Calvo, Raúl Vilanova pone en contexto aquel proyecto, por todo lo que implicó para ganar adeptos al surf en la zona. «O que fixo el nunca tivo o recoñecemento que merece. Conseguir toda aquela información, e transmitila... El si foi un motor. Ninguén fixo naquela época o que el levou a cabo. Agora, por exemplo, temos ó carballés Toni Varela, de Cormoran Surfboards, que tamén ten un taller na vila», explica.
Los comienzos, como parecía lógico, fueron una sucesión de pruebas en busca de un equilibrio. Nada es sencillo a la hora de acometer la producción de la tabla, porque es imprescindible entrenar bien el ojo para buscar una simetría. «Es como una escultura», compara Calvo. «La primera que hice quedó como un papel de fumar, demasiado fina. La forma final y su armonía se basa en ver muchas tablas, estar muy atento, no pasarte al poner el material... Es más difícil de lo que puede parecer», razona.
No tuvo un maestro, así que se agarró a sus ganas y el interés por un deporte que, a inicios de los noventa, ya iba en una tendencia emergente en la Costa da Morte. «Aquellas revistas eran la única forma de saber qué se podía hacer. Veías fotos de algunos talleres... En cierta forma, fue algo casi autodidacta».
Desde sus inicios, calcula, fabricó algo más de doscientas tablas. Algunas de ellas, destinadas a amigos que, aún a día de hoy, siguen reclamando sus servicios como artesano. «Lo intento, pero es verdad que tendría que encontrar algo más de tiempo», comenta entre risas.