Mi séptimo abuelo, apaleado en la cárcel de Tines

La Voz

CARBALLO

Batáns do Mosquetín, en Vimianzo
Batáns do Mosquetín, en Vimianzo BASILIO BELLO

Mi Aldea del Alma | Localizar la cárcel no fue fácil... Allí a los presos se les oía gritar, pero nadie les hacía caso

06 ene 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Para hacer el árbol genealógico de Romar empecé por los libros parroquiales de Baio, y de ahí a Serantes y a Salto. En esta los registros no comienzan hasta 1672, pero en el año 1702 hay una partida muy esclarecedora, la del bautismo de Ignacia Lucía, hija de Antonio de Romar (mi séptimo abuelo), apadrinada por su abuelo Martín de Romar y bautizada por su tío Ignacio de Romar.

Martín debía ser el dueño de los Batáns do Mosquetín. Según el Catastro de la Ensenada del 1753, su hijo Antonio y Mateo de Lema (posiblemente su yerno), eran dueños cada uno de un batán. Debía tener muchas posibilidades económicas, ya que otro hijo y un nieto eran curas patrimonialistas, y fundó la capilla de la Concepción en la iglesia de Baio en el año 1699.

Agotadas las fuentes eclesiásticas, me fui al Archivo Histórico del Reino de Galicia, y allí encontré dos pleitos de los Romar. Uno de Antonio de Romar del año 1741, donde su yerno Francisco le reclama 1.400 reales de una cédula del año 1732. Se supone que era la dote de su hija Ignacia Lucia, ya que la cédula se redactó un mes después de casarse. Fijaron su residencia en la casa de Antonio, hasta que murió ella en 1740. Las cosas no debían ir bien, y el yerno, junto con sus dos hijas, se fue a vivir con su madre a Baio, y le reclamó judicialmente el pago de la cédula. El juez de Soneira decretó el ingreso de Antonio en la cárcel de Santa Baia de Tines hasta que reconociera la firma. Después de recurrir varias y muchas súplicas, en 1742, la Audiencia de A Coruña condenó a Antonio a pagar la deuda y los costes del juicio. Para ello, da orden de embargar tierras, muebles y ropas. Según las actas, el aguacil (analfabeto), al mismo tiempo que daba los pregones de embargo, le embargaba: «[...] los vienes que allo dentro de casa… una silla de llevar agua… una arca de castaño… dijo trababa trabó aprendia aprendio… dio el pregon… siendo las diez horas según lo expuesto del sol… no lo firmo Porno saber Y dello Doifee [...]».

El pleito está lleno de incongruencias. Antonio dio amplios poderes a cuatro procuradores en A Coruña, y su yerno a tres en Tines. Dos de ellos coincidían, pero ninguno renunció. Debieron de impartir justicia e injusticia, al mismo tiempo.

Antonio declaró que en la cárcel fue maltratado y golpeado hasta que dijo que la firma de la cédula era suya, pero cuando se redactó, un testigo firmó por él (por no saber), y la apelación dice expresamente que no sabía leer ni escribir. Después de los palos que le dieron y de estar en la cárcel (ahora veremos cómo era) no es de extrañar que «reconociese» todo lo que le pusiesen delante.

Localizar la cárcel no fue fácil. En 1982, después de preguntar a varios vecinos, uno me dijo que en la plaza había una señora que me informaría. La señora, de 82 años, me dio amplia información. Me indicó donde estaba lo que quedaba de ella, que había estado en terreno público hasta que hicieron la parcelaria y la anexionaron a sus propiedades. Supongo que sería cuando la derribaron, pues solo quedaba una de las cuatro paredes. Me pareció que debía ser muy pequeña, y así me lo confirmó. Según le habían contado sus padres, a los presos se les oía gritar, pero nadie les hacía caso. Solo abrían la puerta para meterlos dentro y para sacarlos (ya fuese vivos o para retirar el cadáver del que moría).

En los libros parroquiales de Tines hay varios casos de enterramientos de fallecidos en la cárcel. Por ejemplo, en el año 1740, es enterrada una mujer fallecida en la cárcel, «[…]después de liberada del parto de un niño».

Los trataban como animales. Les echaban la comida desde fuera, en una pila de piedra alargada, incrustada en la pared e inclinada hacia dentro, y desde dentro la cogían con las manos. Lo mismo hacíamos en mi casa con la comida de los cerdos, así se evitaba que tiraran el cubo o que se escaparan de la pocilga.