Recuerdo bajar por la cuesta del Pazo aquel primer año. Tenía seis años y la paja esparcida por el suelo funcionaba de portal en el tiempo hacia la Edad Media. Era maravilloso, con una variedad y una puesta en escena que al lado de la actual podría parecer ridícula, pero que sin duda encandiló a un pueblo que pronto la acogió como la celebración más esperada. La primera obsesión fue con la maquinaria de guerra. Espadas, arcos, escudos... Debíamos recopilar el arsenal, porque en los siguientes años habría que alzarse en combate. En el campo de la iglesia, en San Antonio o en la playa, cualquier rincón era bueno para escapar de la atención de los padres y protagonizar concurridas batallas que se alargaban por más de una hora y que te llevaban junto a tus amigos a ser esa comunidad del anillo que acabábamos de conocer en los cines. Yo era Aragorn y todos sabían que podían contar con mi espada.
Hoy lo siguen sabiendo, aunque la guerra se haya transformado en una discusión por ver si están mejor las delicias de este o aquel puesto, o de si el espectáculo de la mañana fue mejor que el de la noche. El corcubionés siempre estará para esta fiesta, que ya dudo en llamar Mercado Medieval. Porque de esos hay muchos, y como esta, ninguna. Solo así se explica su poder de absorción y dominio en términos de espacio y sentimiento. Ya no hay bebé que nazca sin traje medieval, e incluso durante la pandemia y con el mismo ímpetu de aquellos que la defendieran en 1457, la gente del pueblo la mantuvo viva envuelta en pieles medievales.