
Crónica literal de la visita realizada a la cascada y publicada el 13 de junio de 1885 en La Voz de Galicia
08 feb 2017 . Actualizado a las 11:26 h.Por referencia sabía que era esta una de las cascadas más celebres del mundo, y aún tengo barruntos de que algún historiador la llamó El Niágara de Gali~ cia. Cuando me propuse visitarla, aconsejáronme que viese amanecer en la cascada, si quería solazarme en la contemplación del más extraño y bello de los panoramas que puede ofrecer Naturaleza: así lo hice. A las tres de una madrugada primaveral hallábame en Lira, lugar apenas habitado, de poético nombre, que está a regular distancia del monte Pindo, y en una profunda ensenada donde van a reposar las olas fatigadas de sus tercas luchas con las lejanas restingas...
Desde allí embarqueme en una pequeña lancha gobernada por dos joviales marineros que entre echar coplas y bogar contáronme, coa ruda llaneza y subido color de expresión, las fantásticas consejas que acerca de los parajes que visitábamos, hubieron de aprender de los caducos marinos, en esos días de fuerte nordestada en que toman el sol, jugando a los naipes, o bien durante la velada de invierno en la choza, o en la taberna...
La noche estaba deliciosa; serena templada y de luna, despertaba el recuerdo de las espléndidas noches de Andalucía; solo que las aromosas emanaciones con que impregnan los aires nardos, violetas y albahacas, en la «mañana del mundo» -como dijo el poeta- eran reemplazadas aquí por fresco y salitroso ambiente, y el olor yodado de algas las que festonan de fajas verdinegras las orillas y las rocas.
En aquellas alturas avistábamos el faro de Finisterre, cabo que se adelanta cual gigantesco brazo de granito sobre el mar, como si intentase poner freno a la brava pujanza del Atlántico en esta parte de la costa dónde se creyó, un tiempo, que terminaba el mundo, y, en donde Tolomeo supuso el comienzo del Portus Artabrorum... Cada treinta segundos eclipsábase y volvía a relumbrar la luz del faro que se alza arrogante sobre el antiguo «promontorio Nerio» despidiendo destellos vivísimos que van a perderse a 21 millas de la costa, en las inmensidades del océano, y que se me antojó, entonces, algo así como una estrella caída de eterno titilar...
La noche declinaba; a medida que navegábamos con rumbo noreste, y a pocos cables de la ribera, desvanecíanse las sombras del barranco; amortiguábanse con los del matutino crepúsculo los clarores de la luna que blanqueaba la crestería de las elevadas cumbres [...]
Cuando el sol proyectó sus benéficos resplandores sobre las cimas más altas, arrancando acerados reflejos al herir con sus rayos de vivida lumbre los humedecidos y lisos peñascos, atracábamos con la barca a muy corta distancia de la cascada, después de atravesar contra corriente el río que forma, el cual es perfectamente navegable, para dornas de escaso porte, durante todas las mareas. Al penetrar en el río -cerca de un blanco playal que hace pensar en un microscópico Sáhara- las aguas de aquel y las del mar reluchan en el punto de confluencia formando una nívea estela [...].
Aquí ya comienzan a oírse sordos y lejanos rumores, distintos de los que producen las olas en las rompientes; a medida que se asciende río arriba, hácense aquellos más nutridos y distintos, y, por ambas veras de la ancha cuenca, no hay sino rocas dislocadas que se estrechan y se amontonan encastillándose caprichosamente contra todas las leyes de la gravedad cuyo centro van encontrar alguna vez, desprendiéndose, al álveo del río; este parece que no tiene salida en el punto dónde un efecto de óptica induce a sospechar la convergencia de las dos laderas de montaña; la duda se borra al llegar a tal sitio, desde el cual se contempla el espectáculo más maravilloso y soberbio que haya podido soñar imaginación calenturienta y creadora: la cascada aparece de pronto e inopinadamente, a los ojos del espectador, majestuosa, imponente, rugiendo como cien calderas de vapor a las cuales hubiesen abierto las válvulas en un momento dado, espumarajeando y retorciéndose por entre las perforadas rocas, para caer solemne y como rendida -semejando montones de perlas o de plumas de cisne- en un inmenso recipiente o pilón natural, labrado por la misma cascada en el granito; desde el fondo se levantan constantemente a los picachos más distantes, densas masas de vapores formados por la rápida caída del agua que se pulveriza al descender, y en cuyas gotas se descompone la luz presentando las irisaciones y colores del prisma: a la vista de este encantador panorama experiméntase la dulce, íntima y rápida emoción que hace sentir en el espíritu lo sublime.
Ya cerca de la cascada y reposado el ánimo de las primeras impresiones, puede el alma entregarse al puro goce.
La cascada la forma todo un río de caudalosas aguas -el Ézaro-, nombre que sirve para denominar a otro río que hay en Grecia. Despréndese de más de 200 metros, despeñándose con estrepitoso fragor por nueve tazas de granito, de extenso diámetro, que parecen tener iguales alturas, y terminan en otra taza, mayor que las demás, en la cual el agua hecha espuma, rebota al caer semejándose a un frío géiser de Islandia; el río sigue después su curso, maino y límpido, hasta su desagüe en el mar.
El Pindo, más que un monte, es una especie de granítica y pasmosa cadena que se revuelve sobre sí misma, como una voluta, aprisionando a la soberbia cascada, a la cual sirve como de pétreo y gigantesco marco; los flancos de la montaña están cortados a pico haciendo muy difícil la ascensión a las cumbres; uno de los primeros que subieron fue el insigne Jovellanos, quien midió la altura del Pindo, cuando el sabio estadista del siglo XVIII hizo escala para su destierro en Muros.
Para poder admirar en toda su magnífica hermosura y grandiosidad el Salto del Ézaro es preciso decidirse a verificar la ascensión, menos peligrosa que la bajada: desde arriba, el golpe de vista es soberano, los paisajes son de arrebatadora belleza; allá las vastas y líquidas llanuras del océano, islas, puertos; acullá los bosques de seculares castaños, palomares, las ricas feligresías con sus iglesias góticas; el blanco caserío, la ciudad que se adivina al trasponer el desfiladero...
Mirando hacia abajo, el cuadro es espantable y bello a la vez; causa terror y atrae, porque espanta y subyuga, por secreta paradoja, todo lo que es grande: los peñascos aparecen tajados en algunas partes como si un paroxismo geológico hubiéralos puesto de aquella guisa; en otras, las moles de granito forman un todo continuo, cual si fuese reciente masa endurecida para moldear más tarde; allá en lo más hondo créanse vernegras aberturas, que recuerdan aquellas entradas del Tártaro, de que nos habla Lucrecio, por donde atraían las almas a las orillas del Aqueronte [...].
La mayor parte de las cimas del Pindo afectan la forma cónica; si así como sabemos que la región volcánica española hállase en el litoral del Mediterráneo, tuviéramos algún indicio aquí, achacaríamos a la acción plutónica estos cerros, que parecen obra de cíclopes y Hércules, para que los druidas vinieran a celebrar sus cultos. La cascada está emplazada entre las rías de Muros y Corcubión, y tan oculto es aquel paraje, delicioso por lo extraño y severo, que antójaseme suponer realidad lo que el inspirado Anón soñaba cuando veía:
...n‘acume d‘o Pindo
adornados de mirto e laureiros
esquirtores, poetas, guerreiros,
que sonrindo se daban á man...
Estos apartados lugares son muy visitados por turistas extranjeros, y sobre todo británicos; nosotros apenas los conocemos de nombre; en otro país, ya existiría en el Pindo un hotelito con las comodidades que requiere el confort moderno; y allí donde no hay ni un arbusto, ni una flor, harían aparecer jardines, sacando su escote de la colonia veraniega de nuestras rías, que iría a visitarla.
Cuando el sol dora las llanuras y los verdegueantes sotos, hiere de lleno alumbrándolo todo, con sus resplandores, aquella que bien podemos apellidar fantástica mansión, por lo poética e ignorada que es. El aspecto agreste y árido de las peladas eminencias a las cuales están adosados peñascos que ofrecen a la luz distintas coloraciones, presentan unos rasgos tales de salvaje abandono, que abisman el ánimo en esas tristezas y consoladoras melancolías que despiertan los lugares yermos, los camposantos y la soledad de las ruinas.
Eran las últimas horas de la tarde, cuando me alejó de las cascada; en un pequeño molino, única vivienda que existe allí cerca y que no deja de prestar encantos a la escena, refiriéronme una fantástica tradición de trágicos lances que tiene por teatro de origen la concavidad en donde el Ézaro se arroja y que los campesinos de fantasía impresionable creen de buena fe que es un insondable pozo en el cual se guardar fabulosos tesoros.
Después de seguir el curso del rio, y al dar un secreto adiós al Pindo, lo último que vi fue la silueta de la Torre Fiel, que muestra a las edades en los restos de su faro un recuerdo de la preponderancia que en nuestra tierra tuvieron en remota época algunos pueblos del Asia... Ya bastante lejos, aún vibraba en los aires un ahogado mugido semejante a un resuello de la cascada.
Lisardo Barreiro (Lisardo Rodríguez Barreiro), nacido en Noia en 1862 y fallecido en Vilagarcía en 1943, fue un escritor y periodista, además de su formación de farmacéutico, área en la que trabajó muchos años. Junto al carballés Alfredo Brañas fundó, en Santiago, el diario «El Ciclón». Su actividad literaria y periodística es muy extensa.
EDICIÓN DEL TEXTO: S. G. RIAL