GALICIA OSCURA, FINISTERRE VIVO | Todo lo que dio de sí el viaje de un periodista de La Voz, Luis Caparrós
03 jul 2021 . Actualizado a las 05:00 h.En el lejano mes de febrero de 1950, el periodista de La Voz de Galicia Luis Caparrós viajó a Corcubión y Fisterra. Y de este viaje quedó un reportaje que tituló Aviadores de cuatro o cinco naciones duermen su último sueño en Finisterre. Son las víctimas de innumerables combates que se desarrollaron frente a su costa. Camino de Fisterra, al llegar Caparrós a Corcubión vio un par de barcos que le llamaron la atención, «desplazadores» les denominó, dedicados a recuperar los restos de los barcos naufragados o hundidos en combate con submarinos o aviones en esta costa, últimos recuerdos y vestigios de la Segunda Guerra Mundial, pues la Costa da Morte fue, en general, la zona de España más directamente testigo presencial de sus violencias: durante cinco años nuestro mar había incluido la guerra.
El coche en el que viajó Caparrós se detuvo en la villa de San Marcos junto al viejo cementerio, desaparecido, «asentado junto a la carretera y de cara al mar». Y allí entabló conversación con un paisano que le habló de un buen número de tumbas existentes en el camposanto, en donde reposaban restos anónimos de «rubios aviadores de cuatro o cinco naciones»
En combates aéreos sobre estas aguas, habían perdido la vida en el curso de la guerra. «Ignoradas víctimas a las que el azar imprevisto de los combates abatió para siempre sobre las aguas estratégicas de esta punta de Europa». También algunos de estos individuos fueron enterrados en el cementerio de Fisterra, y terminada la contienda algunos de los restos de estos combatientes que aquí habían encontrado imprevisto lugar de reposo, fueron llevados por delegaciones extranjeras, por ejemplo de Camariñas: un joven de 18 años, marinero de segunda clase y perteneciente a la guardia armada del buque americano Actakon, llamado John Thomas Moran, fue enterrado en un nicho del cementerio camariñán y poco más de cinco años después, el viernes 20 de abril de 1923, llegaron a Coruña varios marinos de guerra yankees: un teniente de la Armada, jefe del Registro de Tumbas en Francia, acompañado por dos suboficiales y un capitán retirado, con el fin de exhumar sus restos y trasladarlos a los Estados Unidos.
Hoy, esas tumbas han desaparecido, como desapareció la necrópolis corcubionesa, y también las de Fisterra, y ya no existe rastro alguno que testifique la existencia de restos de «rubios aviadores».
Continuando viaje, el periodista tenía previsto visitar en la localidad del Cabo las obras del Museo Marítimo que «construía» el médico de Fisterra, Francisco Esmorís Recamán, en las ruinas de un antiguo castillo (la defensa costera llamada de San Carlos) en «donde dicen que hace muchos años dormían los piratas holandeses que buscaban abrigo de los temporales en esta costa». Con erudita paciencia del médico, afirma el periodista coruñés en su crónica, «el señor Esmorís va guardando objetos y piezas que enriquezcan su futuro museo. Pequeños recuerdos de naves hundidas, un cuadrito hecho con trozos del avión donde pereció el general Mola, un mapa inglés sobre los lugares asequibles de la costa, redes y aparejos primitivos, objetos de la civilización romana en Finisterre»...
Identidad
En fin, una declaración de intenciones y las señas de identidad del Fisterra de siempre, muy importante tarea asumida por el médico para legar testimonios a las generaciones venideras. No debemos olvidar que la vieja defensa costera, el castillo de San Carlos, fue cedida por Plácido Castro del Río y su hermana Hermitas en 1946, a la Sociedad Museo de Finisterre para fines culturales y sin ánimo de lucro, entidad constituida y liderada por el médico Esmorís Recamán.
En 1948 el recinto se encontraba en obras, trabajos que en febrero de 1950 seguían su curso, aunque finalmente representaron la gran frustración de su promotor, un hombre que quiso documentar el trayecto de los fisterráns sobre las tierras del Cabo, a través de su larga historia, e intuimos su enorme sensación de impotencia al no llegar a la meta que se había previsto.
Tras la desaparición de aquella entidad en 1964 sin haberse materializado el museo, sus bienes pasaron a propiedad de la Cofradía de Pescadores, entidad que los cedió a la Mutualidad de Accidentes de Mar y de Trabajo del Instituto Social de la Marina, con el fin de instalar allí un Museo Oceanográfico Marítimo, que, por cierto, de llevarse a cabo y llegar a feliz término, sería uno de los pocos existentes en aquel entonces en Europa. Pero esta cesión fue un punto de inflexión y una descomunal quimera pretender que en aquel reducido local podía contener un museo oceanográfico, con unas mínimas condiciones para exponer el extenso contenido. Y nada se llevó a cabo. Menos después de fallecer Esmorís Recamán en 1967, y quedar abandonada toda idea de llevar adelante un proyecto gestado a lo largo de veinte años.
Conviene recordar que muchos fisterráns, y no fisterráns, también fueron los que pusieron en sus manos numerosos objetos con ánimo de enriquecer la cultura y la historia de Fisterra. Y todo aquel enorme trabajo de Esmorís Recamán, y las aportaciones de vecinos del municipio de Fisterra, nunca llegaron a cumplir el fin inicial: el de ser la herencia cultural de Fisterra, depositados en un museo para ayudar a conocer y enriquecer su historia. Para ofertar testimonios del «fin do camiño».
«Mágoa» de una visión que sería inédita
Todos esos objetos y fragmentos son pedazos del pasado fisterrán. Y aparte de una pequeña cesión a un museo foráneo y una exposición con algunos de los objetos arqueológicos reunidos por el médico desaparecido, abierta en la segunda quincena de diciembre de 1992 en el lugar de A Anchoa por la Asociación de dicha localidad, ofrecieron una visión inédita y de mucho interés, pero nunca más se supo. Esos restos arqueológicos recogidos en el valle de Duio, junto con los demás procedentes de naufragios y de otro tipo, deberían exponerse permanentemente en Fisterra. Es una verdadera «mágoa» que el concello no efectuase gestión o negociación alguna con los actuales poseedores, para su posible cesión en depósito y convertirlos en valioso producto museístico.
Pero, tampoco Fisterra tiene locales en donde hacerlo, quizás en el edificio del Faro, el que sería un punto ideal para que los miles y miles de visitantes pudiesen admirarlo. Lo cierto es que hoy por hoy, si se hizo algo, nada se materializó, y sigue pendiente de cumplirse la voluntad de Francisco Esmorís Recamán, lo que fue durante muchos años su utopía: musealizarlos.
Después de estas breves consideraciones personales, la impresión que el periodista reflejó en su crónica sobre el Fisterra que visitó en aquel mes de febrero de hace 71 años, no fue nada optimista y mostró la realidad que sus ojos vieron: «..La importancia mundial de Finisterre permanece ajena a los beneficios de sus habitantes, aferrados al mar hasta el punto de vivir exclusivamente de él, lo que significa malvivir en frecuentes y tristes ocasiones. Por esa exclusividad que el mar dicta sobre los finisterrenses, la abundancia es en la costa, flor de días escasos y, si en determinadas ocasiones los hombres que regresan de la mar derrochan sus ganancias, son los más esos otros en que las mujeres y los niños se aprietan el estómago esperando mejores jornadas». Todo esto fue borrado por el tiempo, y hoy Fisterra disfruta de un bien merecido progreso (abstrayéndome del paréntesis de la pandemia del covid-19), al diversificar entre turismo, hostelería, marisqueo y pesca, como borró también el sonido de los chirriantes «carros de bois» que pausados, recorren los caminos en la culminación de la jornada. También dejamos atrás, dormido bajo la lluvia, el viejo cementerio de Corcubión, tumba española de «hombres extraños», palabras con las que el buen periodista de La Voz, Luis Caparrós, finalizó la crónica de su viaje a Fisterra. En fin, eternas reivindicaciones. ¡Ah!. Después de tantos años y sucesivas frustraciones, nos queda el humilde, pero importante, Museo de la Pesca. Y su guía, Manolo Nerium, también poeta. Y amigo.