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Un equipo gallego desvela el ADN de un niño sacrificado por los incas

Raúl Romar García
R. Romar REDACCIÓN / LA VOZ

CIENCIA

El análisis de la momia, de 500 años, revela un linaje genético desconocido

13 nov 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

«Tenéis una joya entre las manos». Fue la frase que el genetista de la Universidade de Santiago Antonio Salas le espetó a un colega argentino cuando este le mostró la biopsia de pulmón extraída a la momia de un niño de siete años enterrado bajo hielo durante 500 años en uno de los cerros del Aconcagua, en un escarpado y gélido paraje situado a 5.300 metros de altura, adonde había sido llevado para un ritual de sacrificio. Su olfato no le traicionó y de este encuentro surgió, a finales del pasado año, una colaboración que ha llevado ahora a secuenciar, por primera vez en el mundo y en un tiempo récord, la totalidad del genoma mitocondrial, la central energética de la célula transmitida por vía materna de padres a hijos, de una momia inca. La lectura del ADN, dirigida por Antonio Salas en colaboración con el pediatra Federico Martinón-Torres del Hospital Clínico Universitario de Santiago (CHUS), ha permitido desvelar parte de un magnífico tesoro antropológico que aún ofrecerá nuevas sorpresas con el análisis del ADN nuclear de los restos, un reto en el que el equipo ya ha empezado a trabajar ayudado por la excepcional conservación de las muestras.

El estudio ha identificado un linaje único, el C1bi, ahora extinto y que se ha datado en 14.000 años, coincidiendo con la llegada de los primeros pobladores a América, lo que confirma estudios previos, tanto genéticos como antropológicos, que indicaban que la colonización humana del continente se inició mucho antes de lo que se había creído inicialmente. «Su origen data de los primeros asentamientos humanos en América. Este linaje se ha extinguido, o al menos no lo hemos identificado en muestras actuales, pero en su momento pudo haber sido bastante frecuente», explica Salas, profesor de Medicina en la USC y coordinador del grupo GenPoP del Instituto de Investigaciones Sanitarias de Santiago.

Pero si esta lectura es importante no lo es menos la historia que se esconde detrás del individuo analizado. No es la primera vez que se ha logrado secuenciar el ADN mitocondrial de restos de centenares de años, pero nunca se había conseguido hacerlo en una momia inca. Y no es una cualquiera. Los restos del niño, de siete años, fueron encontrados en 1985 por un grupo de montañeros en la base de la montaña de Pirámide, en el borde occidental del sur del cerro Aconcagua, en la provincia argentina de Mendoza. Vestido con adornos de plumas de papagayo y tucán y enterrado con seis estatuillas de hombres y de llamas talladas en oro y conchas de moluscos, tampoco era un niño cualquiera. Probablemente de buena familia y con un estado saludable, había sido el elegido para ser sacrificado en la cumbre.

Un lugar sagrado

«Tenía que haber sido un niño especial, porque en aquellos tiempos ser sacrificado era un honor, un ritual que se realizaba para conmemorar un acontecimiento», dice Salas. La genética parece encajar ahora con la versión ofrecida por los estudios antropológicos realizados con anterioridad a la momia y con los documentos históricos de la época de Pizarro que hablaban de este tipo de rituales. Al chaval se le habría adormecido previamente con una toxina y luego habría muerto por un golpe en la cabeza, aunque este extremo no está del todo confirmado. Igual de sorprendente es el hecho de que la ceremonia se practicó a más de mil kilómetros de Perú, en los límites de expansión de la civilización inca, lo que parece indicar que el Aconcagua, el monte más alto de América, era en cierto modo un lugar sagrado.

Ventana al pasado para conocer la evolución de las infecciones

La investigación ofrece una lectura del pasado, pero el análisis genético de la momia también puede ofrecer nuevos avances para el futuro de la genética forense y clínica. «Ahora queremos secuenciar el genoma entero de principio a fin para desvelar el tesoro que tenemos ante nosotros. Es una ventana al pasado que nos permite ver lo que ocurrió hace 500 años, pero que también nos puede aportar muchas cosas útiles para el presente e incluso para el futuro», apunta Antonio Salas. Para ello una pieza clave será el estudio del microbioma del individuo, el conjunto de microorganismos que forman parte de nuestro cuerpo, que puede aportar pistas vitales sobre la evolución de las infecciones. De hecho se cree que la mayor parte de los indios nativos murieron por los patógenos que les contagiaron los europeos.

«Queremos ver cómo evoluciona un patógeno de hace 500 años hasta ahora, cuál es su interacción con el huésped, cuál es la predisposición genética a padecer enfermedades infecciosas...», subraya el genetista gallego. Es, también, un reto clínico, tal y como apunta Federico Martinón-Torres, coordinador del grupo de Genética, Vacunas, Infecciones y Pediatría (Genvip) del CHUS. «Retos tan complejos como este -señala- nos ayudan a perfeccionar la capacidad técnica de nuestro equipo para poder abordar más y mejor los retos clínicos más difíciles para nuestros pacientes».

Otro ámbito que se verá favorecido es el de la genética forense. «Nos va a ayudar -explica Salas- a llevar al límite las técnicas forenses para poder analizar muestras tan antiguas. En cierta medida, este trabajo podría bien representar un caso de estudio forense».