Del melómano al fumador de habanos, los personajes más variopintos pueblan los tendidos del Coliseo
05 ago 2001 . Actualizado a las 07:00 h.Avenida de Alfonso Molina. La ciudad escupe cien mil automóviles y se queda muda a la espera de que anochezca. Ocho de la tarde, mientras el matrimonio medio de A Coruña se afana en atiborrar su carrito con las viandas del hipermercado, puerta con puerta, en el Coliseo, se estila el toreo de salón. Las bestias se desangran a la luz de los focos y los flashes se ceban con la terna de diestros, carnaza de revista. Ponce, Ortega -Cano, no el pensador taurófilo- y Rivera trazan acrobacias de tela frente al astado. Pero el toro dura poco, se nos muere demasiado rápido y a alguno no le da tiempo ni a bajarse el fino (no digamos ya el cigarro). El espectáculo está dentro y fuera del albero. Porque en el Coliseo se cuece una faena alternativa para que la degusten los mirones entre naturales. Entre la fauna que puebla los tendidos sobresale el melómano. Este individuo obstinado se empecina en reclamar pasodobles hasta en los trances que piden silencio para la solemnidad de la muerte. «¡Música!», jalean sin pausa estos presuntos abonados de la Sinfónica. Y Ponce pide paciencia al amante de las partituras. No falta tampoco el listillo, el sabelotodo, el empollón que presume de chaparse de madrugada el Cossío. Luego, a la hora de catar la faena, el enterado incurre en gazapos gloriosos, como el que confunde un natural con un pase de pecho. Aquí echa humo hasta el asmático que gasta bombona de oxígeno. Hay que aferrarse a un pitillo, a un puro, a lo que sea. El caso es que el fumador de vegueros, con sus anillas de humo, nubla los pases del maestro. Otro inquilino de palcos y gradas es el hincha, el aficionado que confunde el ganado con el cuero y que espolea al matador como si se tratase de Djalminha a solas frente a la portería. El forofo piensa que está en Riazor. En General. Y que hay que animar al diestro para que golee. «¡Bravo, Pepiño!», le dictan a Ortega. Y luego, le arrojan un zapato de propina en la vuelta al ruedo. Hay nietísimos, como Francis Franco, y eruditos de diverso rango. Pero lo que no hay son ecologistas. Los apologetas del medio ambiente comparan el toreo con las costumbres de ese poblachón donde festejan su patrono arrojando una cabra desde el campanario. Se equivocan, porque sobre el albero intervienen más artes que la mera ley de la gravedad. Se nos muere el último de la tarde y se estremece un poco, en su asiento de color, la sensible, esa otra especie que anida en los tendidos. Ondean los kleenex. Más que los paños.