Seguro que todo este acopio de energía que han hecho durante dos horas y pico desembocará en una enorme ovación final. Pues tampoco. Fin de la peli: tímidos aplausos durante diez segundos. Quizá es que Harry es tan buen mago que hipnotiza a los niños, que están como Woody Allen tras escuchar «Constantinopla» en La maldición del escorpión de Jade. Salen en silencio. Nadie emplea la pajita de la Coca-Cola como una varita mágica. Ninguno hace una bola con el envoltorio del Toblerone y reta a su colega a un partido de quidditch. ¿Por qué? Alguien me explica que ésta no es una peli infantil al uso, que los niños acuden a verla con ojos detectivescos, críticos, porque han leído los libros y quieren pillar en fuera de juego al guionista. Frente a este Harry Potter de cine hay sentados decenas de Sherlock Holmes que fuman cigarillos de chocolate. Curioso fenómeno éste, el de una película infantil en el que la razón suplanta a la emoción.