
Periplo por los centenarios soportales de A Coruña donde se cultiva el rito del aperitivo
31 may 2014 . Actualizado a las 16:13 h.ATLANTIC CITY
El rito del aperitivo es probablemente uno de los mayores logros de la historia de la humanidad. Un invento que se merecería un premio Nobel o un doctorado honoris causa.
En A Coruña a tomar el aperitivo se le ha llamado siempre tomar el vermú, aunque luego lo único que tomes sea un descafeinado de sobre con leche de soja light.
De niños nos llevaban a la Marina a tomar el vermú, que en nuestro caso, claro, no era Cinzano ni Martini, sino un mosto con guinda o una Mirinda con pajita de rayas (ya tampoco existe la Mirinda, pero de eso ni siquiera le podemos echar la culpa a la troika).
Nuestros padres, que se maqueaban mucho para bajar al centro a degustar su aperitivo del domingo al mediodía, sí que tomaban vermú.
-Un vermutito rojo.
-¿Con sifón?
-Un chorrito, sí.
Lo más emocionante de aquella expedición desde el barrio al centro era agarrar el botellón de sifón (con funda verde de plástico) y que los adultos nos dejasen dosificar el chorro de soda a presión. Aquello, y no la Mirinda, era lo máximo.
Los mayores todavía hoy no dicen que van a las terrazas de la Marina, sino a los porches, que es como se conocía en otros tiempos esta hilera de soportales con tendido de sol y tendido de sombra. Ya casi nadie dice lo de los porches, tal vez porque ya no son aquellos porches de Los Porches, o el Piccadilly, un café cantante muy frecuentado por la tribu nocturna que gastaba los últimos cartuchos del ligoteo antes de ponerse ya para siempre el chándal y la visera del Imserso.
El Piccadilly bajó la persiana el año pasado. Era un local de crooners frustrados, espontáneos y muletillas de la canción ligera. Todos creían, como Raphael, que aquella iba a ser su gran noche, pero luego la gran noche se llamaba Matilda o Ulpiano, y no era para tanto.
Una de las últimas estrellas de la canción melódica sobre las tablas del Piccadilly fue la rubia Lupe, de la que hasta hace poco colgaba un rutilante cartel en la fachada posterior a Riego de Agua. Ya no está Lupe, ni su ceñido vestido de lentejuelas, y en el interior del local queda el escenario vacío, la máquina de tabaco y una tele de tubo detrás de la estrafalaria y poliédrica luna de cristal. Aún luce sobre los arcos el letrero de neón, con una especie de Cupido de medio pelo apuntando con su flecha caída a los transeúntes.
Tampoco está ya el Saloon, que era el local favorito de todos los críos de los setenta y ochenta, porque allí estaba la inquietante figura de madera del indio, apoyado en su columna. El indio medía como dos metros, tenía los brazos cruzados y nos hacía soñar con las pelis del Oeste que entonces escupía sin parar la tele del domingo, aquella con solo dos canales y una rosca.
Primero jugábamos en los soportales, a la sombra del indio, tratando, por si acaso, de no cabrearlo demasiado, y luego, ya por la tarde, veíamos en casa El hombre que mató a Liberty Valance, La diligencia o lo que nos echasen. Todo valía para pegar tiros, arrancar cabelleras y aprender que la vida es una cosa que deja muchas cicatrices.
De chavales, después de ventilarnos la Mirinda en la terraza del Saloon o del Coruña, escapábamos del indio y nos largábamos corriendo al callejón de la Estacada, que a pesar de estar en pleno centro todavía hoy conserva ese aire de trastienda maldita que tienen todos los callejones de todas las ciudades del mundo.
El Saloon cerró en los noventa y el indio dejó la calle para convertirse en leyenda. Fernando Molezún le siguió la pista y lo encontró, muchos años después, en el estudio del pintor Fernando Pereira, que se lo había comprado a un vecino de la Ciudad Vieja. El indio de la Marina, en realidad, no era yanqui, sino del Barrio de las Flores (allí lo talló el escultor Figueiras) y, según Pereira, nunca se bañó en la Dársena con el atolondrado y televisivo Matamoros, ni apareció una noche de copas flotando en la orilla de la playa de Bastiagueiro. Son algunas de las trolas que alimentan el mito del indio, que tampoco es una talla de Asorey, pero que tiene fotos -eso que ahora llaman selfies- con Loquillo y otras gentes de mal vivir y peor dormir.
Ya no está el Saloon, ni el Piccadilly, ni el S-11, ni el Delfos, ni el Coruña, ni la discoteca La Real, un garito de última hora del que se salía al amanecer, como en los buenos tiempos del Playa, justo a la hora de comprar el periódico. Se fue el piel roja, se fue el grunge y ha quedado, para compensar, mucha señora de peluquería del viernes por la mañana.
En verano hay más mestizaje, más cruce de clases y etnias, pero durante los otros nueve meses domina en la Marina la marta cibelina, el colgante de oro y el señor de corbata dominical. Porque hay un momento en la vida, no sé, cuando uno ya lo ha conseguido todo -ya ha llegado a ser el que es, como decían los griegos-, en el que uno se pone la corbata para el ir el domingo al mediodía a tomar un cortito a la terraza del Sheraton.
-Un cortito, por favor.
El principio del fin llega cuando, después de haberse pulverizado los tímpanos en La Real o incluso en el desguace sentimental del Piccadilly, uno acaba sentado en la terraza del Sheraton, con un cortito y un pincho de tortilla sobre el mantel rosa.