Mucho humor y pocos huevos

A CORUÑA

El Gatipedro de Cunqueiro y los parroquianos de A Cunquiña custodian la única plaza del planeta que cambió los huevos por el humor.
El Gatipedro de Cunqueiro y los parroquianos de A Cunquiña custodian la única plaza del planeta que cambió los huevos por el humor. césar quian< / span>

Camba, Cunqueiro y Wenceslao toman el sol a las puertas de A Cunquiña

14 jun 2014 . Actualizado a las 10:45 h.

Si se elige al azar un punto cualquiera de A Coruña y se observan detenidamente dos fotografías de ese lugar tomadas en 1984 y en el 2014, lo más normal no es que te salgan los ocho errores de Laplace, sino ochenta o más. Pero luego hay rincones, como la plaza del Humor, que tampoco han mutado tanto en treinta años. Se ha tuneado el quiosco de la churrería y han cambiado, claro, algunas marcas de los letreros. Donde ponía Valca ahora pone Fuji Film, donde decía Claudio ahora dice Gadis y donde se leía Banco de Galicia ahora se lee Banco Pastor. Cosas de las fusiones, las absorciones y demás maniobras empresariales.

Afortunadamente A Cunquiña es una tasca, no un trust, y no ha cambiado de logo ni se ha integrado en una multinacional hostelera yanqui. En A Cunquiña, que data de 1942, todavía se bebe el ribeiro en taza de porcelana.

-¿Qué va a ser?

-Dos tazas.

-¿Le dejo la jarra?

-¿Acaso le parezco un hombre de solo dos tazas?

Eduardo y Pedro, los propietarios, tratan de usted a la clientela y uno de ellos -nunca me acuerdo cuál es cuál, me pasaba lo mismo con Zipi y Zape y Mortadelo y Filemón, debe de ser una dislexia rara que me impide discernir quién es quién en las parejas célebres- te atiende ataviado de corbata y americana. Es como si estuvieses en un guateque de los años cincuenta, solo que en vez de martini seco te enchufas en vena el robusto blanco del país.

En A Cunquiña, como en las fábricas de coches y en las centrales nucleares, hay turno de mañana y turno de tarde. Por la mañana se toma mucho quinto y mucho ribeiro. El parroquiano con vitola deja la taza sobre el barril y apura el pincho de queso del país. Los de la tarde salen más a la puerta de la tasca, con vistas a los bustos de Vicente Risco y Julio Camba, y se llevan puesta la taza para echar un pitillo de liar.

Pero estábamos jugando a las ocho diferencias de Laplace en la plaza del Humor. Para empezar, no siempre fue la plaza del Humor. Antes de que el maestro Siro dibujase aquí sus caricaturas de un solo trazo, la plaza era de los Huevos (así, con la mayúscula mayestática). No por nada, sino porque parece ser que era el producto que se vendía en esta explanada con vistas a las parábolas paralelas del mercado de San Agustín. Y llegó el humor y se esfumaron los huevos, que se quedaron sin plaza, sin ese prestigio que da el callejero municipal.

Cuando yo empezaba en esto del periodismo, un director me mandó entrevistar a todas las estatuas de la ciudad (incluido el diablo del Relleno, que ya no está en su pedestal).

-Pousa, vaya a entrevistar a las estatuas de Méndez Núñez.

-¿Llevo grabadora?

-Usted verá.

Entonces no solo los dueños de A Cunquiña, sino incluso los directores de periódico te trataban de usted.

Creo que al final entrevisté a casi todas las estatuas y bustos de Méndez Núñez y de la plaza del Humor (también al Gatipedro de Cunqueiro).

Luego, durante muchos años, la plaza del Humor se convirtió en el abrevadero de la chavalada, que fundó aquí el botellón y sus múltiples variantes y derivadas. Lo de cocerse como un centollo con los colegas, en medio de un rebumbio de bolsas de plástico, berridos y meadas multidireccionales, nació en este punto, donde los pioneros de esa movida industrial y algo imberbe destrozaron durante décadas los tímpanos y los nervios de la vecindad. Hasta hace poco todos los pisos bajos de la plaza estaban en venta o en alquiler, menos la peluquería Daniel, que seguía con sus cortes, sus peinados y sus tintes.

Cuando Cunqueiro y Castelao ya casi se habían acostumbrado a que los niñatos del botellón les partiesen las napias cada fin de semana, llegó el comandante y mandó parar. Se acabó el botellódromo y volvió el humor.

De tiempo en tiempo, al salir del Gadis con la compra, me siento un rato en la plaza, y me arrimo a la estatua de Cunqueiro y a los bustos de Camba y Wenceslao, a ver si se me pega algo, aunque sea por contagio.

Cunqueiro lo mismo me habla de berberechos que de sirenas y princesas. O incluso de sus sueños incumplidos como director.

-A mí lo que me gustaría sería dar en portada la noticia del primer canto del cuco anunciando la primavera en Galicia.

Wenceslao, siempre al quite, apostilla que lo bonito es escribir de lo que no se sabe, para inventarse las crónicas con libertad.

-A mí me mandaban al fútbol para que lo inventase todo. Me daba igual estar en Chamartín que en el Congreso de los Diputados o en Las Ventas. El caso era inventar, fantasear, jugar con las palabras.

Al gran Julio Camba también me da por preguntarle por el periodismo. Craso error.

-Desengáñese, muchacho, los periódicos se hacen solos.

-Bueno, solos, solos...

-Atienda, no sea impertinente. Primero: el público no necesita para nada los periódicos. Y segundo: los periódicos no necesitan para nada a los periodistas. Se lo digo yo, que he trabajado durante años en periódicos que se hacían solos.

-Eso me suena. Creo que ya lo escribió usted en El Sol...

-Eso, el sol, apártese que me está tapando el sol...

Desde el suelo sonríe con elegante desdén un dandi de levita, flor en el ojal, bastón y chistera. Se llama Oscar Wilde.

-La diferencia entre literatura y periodismo es que el periodismo es ilegible y la literatura no se lee.

Y, cuando ya me largo, Groucho me remata desde su esquina: «¡Y también dos huevos duros!»