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San Roque, la última frontera

A CORUÑA

PACO RODRÍGUEZ

El antiguo barrio marinero, que tiene cala propia, reivindica sus lindes

26 jul 2014 . Actualizado a las 11:47 h.

San Roque no es de Afora por azar. Tampoco, como dicen las madres, porque sí. Ni siquiera por una de esas exageraciones locales que sitúan en una galaxia muy lejana lo que en realidad está aquí al lado. San Roque es de Afora porque estaba literalmente más allá de A Coruña. Hasta hace un siglo pertenecía al difunto municipio de Oza y, para cruzar de Riazor a San Roque, había que pasar por el fielato de consumos. Había una frontera que ríete tú de la valla que separa México de Estados Unidos.

El intelectual Emilio González López, que ahora tiene calle por allí cerca, en Los Rosales, era nativo de San Roque y recuerda en sus memorias que hasta el gato de su abuela respetaba las fronteras municipales, incapaz de profanar los límites invisibles de la cartografía oficial: «La huerta de Espiñeira era el límite cultural que separaba San Roque de La Coruña. El gato de mi abuela, que, como buen gato tenía un sexto sentido del mundo suprasensible, así lo sabía; y, por eso, todas las tardes, al anochecer, se llegaba hasta ese límite para recibir a su dueña, que regresaba de sus labores en la Fábrica de Tabacos».

Ya han caído bajo la piqueta, pero hasta hace poco seguían en pie en San Roque las antiguas casitas de marineros que había detrás de Náutica. En aquel San Roque de planta baja los viejos del lugar sacaban la silla a la puerta de casa para liar un pitillo y pasar la tarde de charleta. Había hórreos centenarios y muchos gatos, pero ahora lo que hay son máquinas excavando un poco más esta ciudad que ya tiene horadadas hasta las entrañas del alma.

Llegó el paseo marítimo a San Roque y llegó el desmadre inmobiliario, los pisos a 600.000 euros y así, y hasta se montó el Prisma de Cristal, que primero iba para Centro de las Artes de la Diputación y acabó siendo el Muncyt, donde dos robots muy salados hacen de cicerones, y donde a los críos lo que más gracia les hace son unas máquinas de escribir que a ellos les parecen ordenadores descabezados.

Más allá del Muncyt está la cetárea, el albergue de transeúntes de Padre Rubinos y el obelisco Millennium, pero eso ya no sé si es todavía San Roque de Afora o ya es Labañou, porque además las líneas divisorias son aquí un tema peliagudo. Nadie tiene muy claro dónde empiezan y acaban San Roque, Labañou o Ciudad Escolar, pero como a uno de Ciudad Escolar le digas que es de Labañou, ya la tienes armada.

En Ciudad Escolar -o Labañou o San Roque, no sé- está la calle Archer Milton Huntington, que fue el tipo que montó la Hispanic Society de Nueva York y el que envió de safari fotográfico por Galicia a Ruth Matilda Anderson. Cuando uno llama desde Archer Milton Huntington para pedir un taxi, el taxi puede acabar en cualquier sitio, en Manhattan mismo, porque el enxebre nombre del filántropo va sufriendo mutaciones de boca en boca, desde el tipo que pilla el recado hasta que llega a la radio del taxi, y al final, donde dices Archer Milton Huntington el conductor entiende avenida de Peruleiro o así.

San Roque tenía un riachuelo que llegaba ya exhausto, como una leve meada, al océano. Y en los buenos tiempos hasta hubo por allí un lavadero y un molino de agua. Ahora debe de ser uno de esos ríos subterráneos, canalizados y sepultados bajo el cemento, que fluyen bajo nuestros zapatos. A veces, cuando a esta ciudad le da por llover, pero en plan épico, escuchamos el agua de esos ríos emparedados ronroneando bajo las alcantarillas.

San Roque tiene cala propia, que no es como tener playa privada, pero casi. Es una playita doméstica, entrañable, con poca arena y muchas piedras, unas rocas rojas y marcianas donde los niños buscan cangrejos y estrellas de mar entre las muchachas en toples.

En el espigón sobreviven las tres últimas barcas de San Roque. Antes en Riazor también tenían los pescadores sus barcas sobre la arena, amarradas con unos cabos muy gruesos y verdes. Pero hace tiempo que en Riazor la única barca que hay es la lanchita hinchable del cativo.

De las tres últimas barcas de los pescadores de San Roque de Afora hay una, claro, que se llama San Roque, para subrayar que es un barrio con Armada, con flota de guerra, con Marina propia. Aquello era otro municipio, con su aduana y todo, y sus Braveheart tenían que defenderse del asedio coruñés por tierra, mar y aire.

Desde San Roque, subiendo ya a una finca sin edificar que se llama As Percebeiras o algo así, se ve la torre de Hércules como la pintó Picasso, sola en su península, sin los bloques de pisos que un día taparon el faro como quien tapa la antigualla molesta que está pillando polvo en una rinconera de la salita.

Conviene subir allí de vez en cuando, al cruce de la avenida de Labañou con la calle Honduras, y quedarse un rato mirando el mar y la Torre a lo lejos, como los miraba Picasso con sus ojos gigantes, alucinados y bovinos. Abajo, afuera, está San Roque, la última frontera de A Coruña.