Haile Gebreselassie, el corredor de fondo más grande de todos los tiempos, un auténtico héroe surgido de una misérrima aldea de Etiopía, nos lo decía mientras conversábamos en el balcón de su oficina de Adís Abeba, desde la que gestiona un importante grupo empresarial. «La humildad, no olvidar nunca de dónde vienes; esa es la clave para alcanzar alguna meta en el deporte y en la vida».
Javier Gómez Noya, el triatleta discreto que logró cinco campeonatos del mundo, tiene muchas cosas en común con el atleta etíope, además del Príncipe de Asturias que se le acaba de otorgar al ferrolano. Los obstáculos que han tenido que superar uno y otro para cumplir su determinación de hacer del deporte su vida han sido bien distintos. Pero ayer Gómez Noya ha vuelto a dar muestra de una resistencia casi sobrehumana, de impecable elegancia ante la adversidad y de la humildad que reviste a las personas que no olvidan el lugar del que partieron.
La dimensión de la grandeza la dan los pequeños gestos. Con una sola frase, casi una sentencia, rubricó ayer Gómez Noya su enorme naturaleza. «No voy a hacer de esto un drama», dijo cuando explicó cómo una caída tonta de la bicicleta, al final de otra dura jornada de entrenamiento, le deja a las puertas de completar su inmenso palmarés con un oro olímpico en Río. Solo los más grandes son capaces de afrontar de ese modo el infortunio; mejor dicho, solo los que así lo hacen alcanzan la categoría de los más grandes. El deporte y sus gestas, que con tanta facilidad dan para la hipérbole y el ridículo ditirambo, condensa a veces mejor que nada cómo la gloria y la amargura trenzan la vida de las personas. «La vida es lucha», recuerda el acerado Gebreselassie.