«No, no, disculpe, no le hago fotos con el móvil, es que a lo mejor no lo sabe pero tiene usted delante un Nidoran, e intento atraparlo». El hombre, talludito él, me escruta por encima del periódico con los ojos fuera de las órbitas, mientras su mujer deja la caña sobre la mesa, alza la vista y revisa con desasosiego las copas de los árboles por si no hubiese reparado en una amenaza inquietante.
En la terraza de la Atalaya, en Méndez Núñez, parado frente a esta pareja de turistas y con el teléfono elevado en posición de caza, trato de explicar el asunto aportando en voz alta una descripción más profusa: «Un Nidoran tiene púas que segregan un veneno muy potente. Se piensa que las desarrolló como protección del cuerpo tan pequeño que tiene. Cuando se enfada, libera una horrible sustancia tóxica por el cuerno». Semejante revelación tiene un efecto fulminante, claro. ¡Vaya susto! Él, retorcido en la silla de la cafetería, me vigila como si yo mismo fuera un espécimen peligroso, mientras su pareja se levanta para ir a pagar la cuenta a la velocidad de Usain Bolt.
Mi primera incursión en los jardines en busca de los Pokémon me enseña hasta qué punto es posible evadirse cuando se sale de caza, aunque sea virtual, y se experimenta esa poderosa amalgama de aventura y coleccionismo. Media hora enganchado al adictivo Pokémon Go es suficiente para colarse por la puerta de un universo paralelo e incorporar a él a dos gaditanos que apuran sus cervezas intentando no atragantarse.
Continúo amargando el aperitivo del hombre del periódico con mis justificaciones: «Es que alguien ha soltado cebos por aquí y está el jardín plagaaado de bichos». Su cara vuelve a contraerse. Por fortuna, su mujer sigue dentro, pagando, porque si no sería ella la que emprendiese la cacería. Todo es más sencillo cuando él me devuelve a mi mundo con un seco «deje de molestar»; Pepa y José Manuel, que así se llaman, se relajan por fin con las aclaraciones sobre el juego y empiezan a entender por qué decenas de jóvenes y unos cuantos adultos deambulan por allí como zombis, con el móvil en alto. Todos son coleccionistas imbuidos de un espíritu similar al del cazador de mariposas en medio de la selva, solo que en vez de una Papilio menatius van en busca de un Charmander o un Eevee.
Desde mi escasa experiencia con el juego y tras esta inmersión en los jardines, no puedo decir que el Pokémon Go me haya entusiasmado, pero es evidente su capacidad para enganchar. Y no solo a los jóvenes.
De momento, Pepa y José Manuel ya se han bajado la aplicación y no pierden el tiempo: «¡Mira, mira, un Pidgeot!».