Aquellos niños del Videlba

Sandra Faginas Souto
Sandra Faginas CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

08 sep 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Ahora que los niños empiezan a prepararse para la vuelta al cole, a comprar el material de clase y organizar las mochilas, muchos padres volvemos también a recorrer los pasillos de nuestra infancia. Yo todavía guardo en la memoria aquellos nervios del primer día, cuando me colocaron en fila a los cuatro años y la casualidad hizo que a mi lado se pusiera una niña rubísima de melena que, por supuesto, se convirtió en mi amiga del alma: Poli. Aquella amiga es hoy el mejor de los recuerdos, como todos los profesores que nos abrieron entonces a la vida con una ilusión arrolladora. Porque mis compañeros de esa época, como yo, tuvimos la suerte de pertenecer a un grupo de privilegiados marcados por un centro como ha habido pocos: el Videlba. Mi colegio pertenece a ese grupo de edificios fantasma que, o bien han desaparecido de la ciudad o bien han cobrado un sentir muy distinto, aunque sigan en pie. Seguro que saben de lo que hablo las niñas que iban a las Josefinas, los chicos de la Academia Galicia, las de las Terciarias y los de tantos otros colegios que ya no existen, pero que se mantienen intactos cada vez que el azar nos lleva a pasar por delante de donde estaban. A mí me sucede cuando llego a Montrove y veo la tristeza del edificio y ese patio desierto, en el que jugábamos a la comba, al fútbol o a Los Ángeles de Charlie. Mi colegio tiene hoy la aulas vacías y produce una sensación extraña verlo con las siglas de la CIG y una letras enormes en las que se anuncia que adiestran a perros. No sé exactamente cuál es su función real, ni quiero a estas alturas saberlo, porque en su interior está guardado como un ideal el mayor de los tesoros: la felicidad de la infancia. Y la suerte de quienes la disfrutamos de un modo distinto. Porque el Videlba fue un colegio que marcó a una generación de coruñeses en un tiempo en que el gris aún teñía la rutina. En los años setenta, cuando ni siquiera había muerto Franco, allí se enseñaba a todo color: los niños con las niñas nos mezclábamos libres en un lugar en el que nos educaban cantando a Bob Dylan -«The answer my friend is blowin’ in the wind»-, no había castigos físicos, ni deberes, y se trataba a todo el mundo -incluido al director- de tú. El Videlba nos dio una forma distinta y todos los que pasamos por su puerta entendimos solo con el paso del tiempo, mucho después, que todos aquellos profesores -Lourdes, Manolo, Amara, Mari Carmen, Carlos...- nos enseñaron con una pasión, un cariño y una familiaridad como pocos han tenido. Ese privilegio es único y nos pertenece solo a nosotros: a aquellos chicos del Videlba que, sin saberlo, pensábamos que todos los niños aprendían del mismo modo, al aire libre. Ojalá la vuelta al cole de todos los que empiezan ahora tenga ese mismo color. El de la fortuna que tuvimos, entre otros muchos, mi amiga Poli y yo.