De existir un cielo de perros, seguro que Ney reside en él. Desde hace dos años ya. Hoy se cumple el segundo aniversario de la muerte de aquel precioso golden retriever que enamoró a los coruñeses. Su historia se la contaremos a nuestros hijos. Y ellos, esperemos, a los suyos cuando les enseñen la estatura erigida en la plaza de Lugo en su honor. Sí, esa cuya cabeza empieza a ver desgastada la pátina verde de tantas manos que se deslizan por allí, acariciando el bronce como si del mismo Ney se tratase.

Cada vez que uno contempla ese gesto siente una extraña mezcla de vacío y bienestar. Ney era un perro tremendamente especial, con los que se establecía esa indescriptible química persona-animal tan placentera. Lo echas de menos. Pero te reconfortas viendo que su recuerdo sigue ahí, flotando, como si de un momento a otro la escultura se fuera a hacer de carne y hueso y corretear por allí. No te ocurre solo a ti. Le pasa a cientos de personas que lo conocieron y experimentan esa súbita nostalgia que deforma la realidad.
Lo de Ney tiene mucho de película de Frank Capra. En la floristería Armonía, que regentaba su dueña Marisol Paz, existía una suerte de fuerza invisible que repelía la maldad. Allí pasaba Ney los días. Los niños. Las flores. Las caricias. Las carreras. Los mordiscos de bocadillos al descuido. Los achuchones. Las fotos. También enternecía a los adultos. Especialmente a un vecino con alzhéimer y casi sin memoria. Su familia lo bajaba a diario. Ney se arrimaba y se dejaba acariciar. Entonces, el hombre sonreía. Sus hijos terminaron por colocarle una foto del perro en su habitación.
Tanto cariño sumó Ney entre el vecindario que se decidió hacerle una estatua. No se la demandaron al Ayuntamiento. Decidieron costearla ellos mismos a través de una colecta. Abrieron una cuenta en el banco y una página de Facebook. En una fueron cayendo euros. En otra, mensajes de cariño de todos los colores. Pero, poco a poco, el entusiasmo se fue desvaneciendo sin lograr el coste del monumento. En agosto del 2014 se celebró una fiesta. Cumplía 13 años. Tres meses después fallecía. Sin efigie. «No pasa nada si no la tiene, 12.000 euros es mucho dinero y estamos en crisis», decía Marisol entonces.
Pero ocurrió el milagro. Una mujer, haciendo de intermediaria de un matrimonio, se acercó un día a la floristería. Dijo que asumiría la estatua si se mantenía el anonimato. Así se hizo. El escultor Miguel Couto retomó el trabajo y en enero ya estaba instalada. Desde entonces, voy a verla a menudo. Recuerdo. Sonrío. A veces me doy la vuelta. Imagino que entre las personas que pasean se encuentran los misteriosos donantes. Frank Capra, sin duda, incluiría su sonrisa satisfecha antes de poner el The End a una historia maravillosa.