Es imposible bajar por la calle Ferrol y no pararse un rato a curiosear con la cara fijada en la verja de la casona de la esquina: ¿cómo será la gente que vive ahí? ¿Cómo será esa casa por dentro? ¿Cómo estará decorada? ¿Será igual de bonita por dentro que por fuera? En esa casa es imposible no pararse, como en tantas otras que nos sacan el fisgón que todos llevamos dentro. Nos lo contó hace poco mi compañera Noelia Silvosa, cuando de par en par nos abrió las páginas de YES a una de las mansiones que conforman Ciudad Jardín con un atractivo titular: «¿A que siempre has querido entrar?». Estoy segura de que muchos mientras pasean por la ciudad se imaginan cómo será el interior de todos esos enormes edificios, quién los habita y las sorpresas que habrá dentro. De entre todos ellos, yo tengo uno muy especial, porque llena mi infancia de magia: el Banco de España.

Sí, no es una exageración, ni una contradicción apropiarme de un banco con todas mis ganas. ¡A mí sí me ha dado la vida! En ese edificio de piedra de Durán Loriga, con el pequeño jardín abajo, vivieron durante muchos años mis abuelos cuando él trabajaba como ordenanza. Y allí, nada de lo que uno se imagine, era normal. Los vecinos eran los propios empleados del banco, con la particularidad, claro, de que dos policías hacían guardia a la entrada. Pero el entorno era tan entrañable (ni qué decir tiene que las Nochebuenas en el banco era una fiesta) que para dos niños pequeños, como mi hermano y yo, llegar al enorme portal y que nos abrieran dos tipos bien plantados con uniforme era toda una película.
Por dentro, una escalera de mármol enorme llevaba a las viviendas, y arriba, una terraza gigante hacía de solana, con dos almenas que, como un auténtico castillo, nos parecían entonces muy apropiadas para una aventura. Las almenas redondas eran lavaderos y mi abuela ponía la ropa arriba a secar al sol. Para mí, aun hoy, el Banco de España abre una luz resplandeciente a través de unas ventanas que en la actualidad, desde abajo, siempre se ven cerradas. Creo que nadie vive allí, o al menos, nada parece indicar que en ese gran edificio haya vida. La hubo, y las anécdotas dan para escribir páginas y páginas, como cuando aquellos niños privilegiados (entre ellos mi padre y mis tías) entraban a jugar a polis y cacos en un decorado muy real, con cajas fuertes que ocupaban el espacio de una habitación llena de billetes cuñados que se iban de vuelta para Madrid. Con el beneplácito, por supuesto, del ordenanza que abría el banco a las andanzas infantiles. ¡Eso sí que era robar!
Hace cuarenta años que no he vuelto a entrar en aquella casa, pero el edificio sigue ahí, aunque pide a gritos una cuidada atención. Si por curiosidad en algún momento miran para él, no tengan duda, el Banco de España es un lugar único para vivir.