Siempre nos quedará el Manhattan

Javier Becerra
Javier Becerra CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

INTERIOR DE LA CAFETERÍA MANHATTAN
INTERIOR DE LA CAFETERÍA MANHATTAN j.b.

10 mar 2017 . Actualizado a las 12:20 h.

Recordábamos (alguna con lágrimas en los ojos, me consta) la semana pasada por aquí la extinta cafetería Kirs de la calle Real, su excelencia añeja y la sensación de que un tiempo se ha ido para no volver jamás. La reacción fue inmediata. Melancolía, ganas de viajar atrás por un momento y disfrutar de esos placeres que se escurren entre los dedos y, cuando te das cuenta, ya no están. En este caso, sin embargo, existe consuelo. En efecto, porque el Kirs ya no está, pero siempre nos quedará el Manhattan.

Quien traspase los cristales oscuros del local de la plaza de Pontevedra saboreará esa misma sensación de cafetería elegante de otra era. Su origen está muy ligado al Kirs. De hecho, el propietario participó en la fundación de aquel. Primero, se ubicó en la parte que da a Juana de Vega. Luego, al reformarse el área en los primeros noventa, se trasladó a su situación actual. La filosofía resulta parecida. Sí, el Manhattan también brilla y hace brillar. Tira de croquetita y taquito de tortilla para acompañar el aperitivo. E, igualmente, entre el mármol, los dorados y las plantas, se presenta como una cápsula ajena al paso del calendario.

Desde el exterior del Manhattan Plaza (ese es su nombre completo) no se ve prácticamente nada de lo de dentro. Desde el interior, todo lo que hay fuera. Por tanto, el local de disposición circular es un excelente mirador de una de las zonas coruñesas más concurridas. Allí, en esas mesas con mantel, servilletero plateado con palillos y asiento de cuero se suceden los clientes de diario y los de paso. Entra un habitual. Saluda. El camarero de esmoquin sabe qué busca. Antes de que se haya quitado el abrigo, ya tiene un ejemplar de La Voz que ha quedado libre en su mesa. Se suma una segunda persona. «Como siempre», dice. No hace falta más.

El café llega sin leche a la mesa. El camarero la sirve in situ con su jarra, dándole ese meneo que empuja la crema y evapora la espuma. Y así van sucediendo los dos churros diarios de otra clienta fija, la manzanilla con rodaja de limón de otro, el zumo de naranja natural en copa de cerveza y todo el listado de peculiaridades de cada cual.

A las doce del mediodía ya empieza a oler a la mantequilla de los sándwiches. Dentro de la barra los camareros van de chaleco. Uno es el especialista de la plancha, todo un artista de la espátula. Igual que los platos combinados, en su día todo ello resultaba novísimo y sofisticado (recuerden con qué sensación de modernidad se decía en los ochenta: «un número dos»). Hoy ya posee el cuño de lo que llaman vintage: el encanto de disfrutar de algo genuinamente antiguo que revuelve emociones, evocando un tiempo que no volverá. El placer aún sigue disponible.