El experimento sociológico es simple. Se agarra a un coruñés al azar. Lo sentamos en una silla, en una terraza, con una caña sobre la mesa y gente pasando por delante para mirar. Ya está. El coruñés no necesita nada más para ser feliz. Bueno, hay que ponerle otra caña cuando se ventila la primera, porque el coruñés no es hombre, ni mujer, de una sola caña. Para ver hombres o mujeres (y viceversa) de una sola caña hay que ir a otras latitudes.
De tanto aperitivo, sobremesa y cañas de la tarde, vivíamos en el desparrame de las terrazas, que tenía en la Franja su Capilla Sixtina. En la Franja era tal ya la congestión de veladores y toldos que se hacía más que complicado deambular de bar en bar. A lo mejor llegabas a las ocho y lograbas caminar entre las mesitas, pero si luego te zampabas un par de tapas, de lo poco que ancheabas con esos dos pinchos igual a las ocho y media ya no eras capaz de volver a salir por donde habías entrado.
Pero eso ya es historia. Ahora no hay una terraza que se mueva ni un milímetro de su sitio. Ante el desmadre terracero de otros tiempos, María Pita ha impuesto la ley seca de las chinchetas.
Ahora, por primera vez en dos mil años, a las terrazas les han puesto un marco de chinchetas doradas clavadas en el suelo. Y mucho ojito con salirse de la línea. Lo de sacar una silla más allá de la chincheta municipal es mucho más grave que mover un marco en la leira del vecino. La chincheta es la última frontera. Si te sientas, por ejemplo, en Troncoso, a contar paseantes e hidratarte, te puedes despistar y, en un momento de debilidad, en eso que vas a pillar unas aceitunas o algo a la barra, sin querer, le das a la silla con el pie, y ya estás dos pulgadas fuera de la ley. El jefe, que tiene mucha paciencia, una de esas paciencias infinitas fraguadas en la hostelería nocturna, te regaña amablemente, por favor, no te salgas del perímetro de las chinchetas, que va a aparecer el Tom Cruise de Minority Report y va a detenernos a todos por tomarnos las chinchetas municipales a la ligera.
Desde que ha llegado el reinado de las chinchetas doradas he visto a perros dormirse como si nada al pie de sus dueños hasta que la inocente siesta del can saltaba por los aires porque el rabo del bichiño había sobrepasado el suelo minado de chinchetas. Hasta hay padres que se arriesgan a perder la custodia de sus criaturas cuando los pequeños rebeldes se ponen a jugar y entran trotando (o en patinete) en la zona prohibida más allá de las tachuelas.
Ahora que las terrazas han sido militarizadas y germanizadas, los parroquianos se ponen firmes para tomar la caña, temiendo que en cualquier momento aparezca un municipal y cuelgue en la puerta del local un amenazante letrero con calavera y tibias cruzadas: «¡Achtung! ¡Minen!», digo, «¡Achtung! ¡Chinchetas!».