El claroscuro

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

A CORUÑA

ed

04 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando a Jacint Verdaguer, el gran poeta de la Renaixença catalana, los médicos le recomendaron el aire del mar para sus dolencias, no hizo las cosas a medias: buscó trabajo en un barco mercante como capellán (era sacerdote además de poeta). Así, escuchando confesiones de los marineros, que debían ser escasas pero extensas, y escribiendo poesía, cruzó el Atlántico dieciocho veces, hasta que completó su gran poema épico sobre ese mismo océano que le acunaba mientras lo escribía: L’Atlántida. Ahí empieza la literatura catalana moderna. Luego, como gesto de gratitud hacia el empresario naviero que le había proporcionado el trabajo, el mossèn escribió en el frontispicio de su poema una dedicatoria famosa en alejandrinos: «Llevado por las benditas alas de tus naves, / Busqué el naranjo en flor de las Hespérides…».

El dedicatario era Antonio López, un cántabro nacido en la pobreza que llegó a crear un emporio, a fundar la primera multinacional española y a ser uno de los capitanes de empresa que levantaron la Barcelona moderna. Me he acordado de él porque en Barcelona, precisamente, tiran hoy su estatua abajo. El Ayuntamiento dice que López, al que Alfonso XII hizo primer marqués de Comillas, se enriqueció con la trata de esclavos en Cuba. Como dijo un portavoz municipal: «Su comportamiento, desde el punto de vista de hoy, no fue ejemplar».

Es una moda de nuestros tiempos, esta del anacronismo moral: juzgar el pasado con los ojos del presente. Así que hoy a Antonio López se lo lleva la grúa, aunque su estatua no la erigieran por negrero sino por mecenas y filántropo, que lo fue. Es lo que creo que no se entiende bien en esta cuestión de la memoria pública: una estatua tiene la forma del cuerpo, pero no del alma de una persona, no representa sino solo una parte de ella, aquello por lo que se la honra, y es esa parte la que habría que juzgar.

Puestos a juzgarle del todo, ¿era Antonio López culpable, siquiera? No está claro. En los archivos no hay nada que lo confirme, tan solo alguna información de que alguno de sus barcos, alguna vez, trasladó esclavos -pero no suyos- de Cuba a Estados Unidos. En realidad, la única fuente para estas terribles acusaciones es su cuñado que, enfadado por el pleito de herencia, escribió contra él un panfleto autopublicado, que era el Twitter decimonónico. Pero ¿qué más da? Es otra triste moda de nuestros tiempos: la condena pública sin pruebas.

Yo no pondría la mano en el fuego por el marqués, pero tampoco estoy con la ética retrospectiva. Creo que en estas guerras del callejero subyace una creencia ingenua: que puede crearse una sociedad perfectamente virtuosa a base de manipular los recuerdos. El callejero políticamente correcto es la misma idea del santoral: ofrecer modelos de comportamiento incuestionable. Y tiene el mismo problema que tenía el santoral: que algunos santos no existían -San Valentín- y otros resultaron no ser tan santos. No, no me entusiasma la sociedad de los virtuosos, en parte porque los que la promueven no me lo parecen ellos mismos. Prefiero un mundo que acepta que nadie es perfecto, que todos somos como un retrato de Rembrandt, un claroscuro de luces y sombras, y buscar en eso lo mejor de cada uno.

Vuelvo a la pregunta: ¿Era Antonio López culpable? Quién sabe. Lo tuvo que saber Verdaguer, que le confesó en su lecho de muerte. Lógicamente, el cura no contó nada. Lo que me intriga es lo que habrá pensado el poeta, y si le absolvió él también.

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