El Agra es barrio con conciencia de barrio. Barrio, nacido del urbanismo sin urbanismo de los setenta, en el que escasea el espacio y sobra el tiempo; escasea el espacio de ocio por falta de verde y sobra el tiempo de ocio por falta de trabajo. Es barrio alto, de medianeras disimétricas, donde los vecinos han aprendido a subir al cielo sin ascensor. Es caleidoscopio de colores raciales, donde, con o sin papeles, convivimos unos 35.000 vecinos en 5 kilómetros cuadrados, delimitados al norte por la avenida Peruleiro, al este por la ronda de Nelle, al sur por la avenida Finisterre y al oeste por las pistas del Ventorrillo. Es el barrio con mayor densidad demográfica de la ciudad -7.000 habitantes por kilómetro cuadrado-, quizás el más denso de Europa. Somos muchos pero no sobra nadie.
Ahora que, con las crisis de refugiados, algunos están descubriendo la integración, en el Agra llevamos décadas practicándola. El barrio se estructuró, sin estructura, transformando las leiras de un agra en manzanas no planeadas, convirtiendo las corredoiras en calles, construyendo edificios de cuatro o cinco plantas sin ascensor y levantando torres como homenaje a la modernidad y a la especulación en las calles más anchas. Por ejemplo, las dos rondas que pronto dejaron de serlo. Había que acoger a miles de inmigrantes de las comarcas de Bergantiños, Soneira, Ordes o Melide, así como retornados de Brasil, Uruguay o Argentina. Ya entonces era un barrio intercultural e intergeneracional. En las gramolas de bares y billares tanto sonaba Camarón como Camilo Sesto, Manolo Caracol como Miguel Ríos, hasta que entraba un yeyé que, a dos canciones por duro, encadenaba Los Bravos y Los Brincos, o algún roquero melancólico que ponía repetidamente El muro de Pink Floyd o Flor de luna de Santana. Era un barrio de población joven y trabajadora, que se fue envejeciendo, jubilando, falleciendo. Menos mal que desde los noventa fueron llegando inmigrantes de América Latina, África occidental y el Magreb.
La inmigración no fue el problema, fue la solución. Unos trabajaron en la construcción, otros montaron bares o tiendas con productos propios de sus países de origen para abastecer a sus paisanos, algunos se dedicaron al top manta o la venta de abalorios. Hace diez años la crisis frenó sus expectativas vitales. Unos pocos retornaron a sus países de procedencia, bastantes se fueron a otros países europeos, muchos se quedaron en el barrio. Las estadísticas sobre saldos migratorios por barrios no son exactas. En el 2008 se calcula que residían en el Agra unos 4.000 inmigrantes. Había funcionado el efecto llamada. Desde entonces, por efectos y defectos de la crisis, se estima que unos 1.000 han abandonado el barrio. Aun así, uno de cada diez habitantes del mismo ha venido de otro país.
Por los patios de vecindad, se imponen los reguetones a los aturuxos, mientras que los olores especiados de frijoles y callos se mezclan sin más. Los habitantes del Agra somos tan locales como universales. Todavía no contamos con un gentilicio propio, pero habría que ir pensando en acuñarlo. Sorprende que sintamos adoración por el barrio, auténtica topolatría, cuando otros sienten topofilia o incluso topofobia por barrios mejor equipados. Agradecemos que el barrio sea ya más mestizo que multicultural, si bien es cierto que, desde siempre, ser del Agra es ser agradecido.