
Existían unas luces mágicas en mi barrio que brillaban de manera especial en Navidad. No eran las del alumbrado navideño que instalaban los comerciantes. Eran las de los escaparates de las librerías y jugueterías que exponían sus juguetes ante nuestros ojos alelados. En pleno invierno, con la oscuridad de aquellas calles de los ochenta previas a la contaminación lumínica (la que ahora se está corrigiendo), nos daban calor.
Cuando llegaba del cole iba con mi amigo Óscar a una de ellas: Barrasa, en la esquina entre la calle Noya y Asturias, en los Mallos. Nos poníamos a mirar el escaparte, comiendo el bocata. Jugábamos a un juego que, a falta de nombre, podríamos llamar «me lo pido». Básicamente, consistía en ir eligiendo por turnos los objetos que había en aquel paraíso infantil. Cajas de clics, cartas de coches, figuritas del nacimiento, banderines de fútbol,... Cada vez que decías «me lo pido» lo imaginabas tuyo. Durante unos minutos, te veías totalmente feliz rebozado en esa ilusión.
Más abajo, en la calle Vizcaya, se encontraba Aurorita, otra librería cuyos juguetes se sujetaban en el escaparate en una suerte de tendedero. Allí colgaban sobres sorpresa, pequeños kits de muñecas, cómics de Mortadelo y el talonario de la lotería de Navidad de la parroquia. En medio, aparecía Fiuza, la que tenía las mejores piezas. La habían abierto dos emigrantes retornados de Venezuela. Palabras mayores. Te podías encontrar desde los muñecos He-Man a la nave espacial del Playmobil. De hecho, esos dos regalos los trajeron los Reyes Magos a mi casa, volviéndome loco de alegría.
En Fiuza el 5 de enero duraba mucho. La juguetería se llenaba. Podías ver a gente comprando pasada la medianoche. Hacían más caja ese día que cualquier otro del año. Entonces, los juguetes se regalaban solo en Reyes, comuniones y cumpleaños. No era el desmadre actual al que sometemos a nuestros hijos. Pero daba gusto ver aquella escena que hoy parece de Frank Capra. Conocías a todos: a los que compraban y a los que vendían.
La semana pasada me llegó un paquete de esa tienda on-line que todos conocéis. Noté un acento particular en el repartidor. Era brasileño. Le comenté que una parte de mi familia vivía allí. Sonriendo, me deseó felices fiestas con gesto apresurado. Fue un pequeño destello de calor humano en una transacción económica de hielo. Me acordé de aquellas jugueterías, en las que yo sabía cómo se llamaban sus dueños y ellos sabían cómo se llamaban mis padres. Cerraron un día y no volvieron a abrir. Dejaron sin su luz a las calles, algunas hoy casi fantasmas. A cambio estampamos con el dedo nuestra firma en una pantalla táctil. Y, modernos, creemos que este es un mundo mejor.