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Si tienen una criatura en casa sabrán quién es la vaca Lola. Si no, es posible que hayan visto a Djokovic, nada más ganar en Wimbledon, intentando cantar entre risas esa tortura psicológica infantil que un niño pequeño puede recitar sin parar. Porque si no lo sabían, la vaca Lola, la vaca Lola, tiene cabeza y tiene cola. Y hace «muuuu». Y así hasta el infinito. El animalillo en cuestión se ha convertido en la mascota oficial de mi casa, y de rebote, en una de las mejores estrategias de venta (o de timo, según se mire) de este verano.
La feria del libro antiguo es una cita obligada en verano. Tiene algo de masoquismo, porque la recorremos de cabo a rabo con gesto de coleccionista y muchas preguntas a los libreros, pero nunca cae nada, que yo recuerde. Hasta este año. Y la culpa fue de una vaca. Lola, por supuesto. Porque para el infante de la casa, todas las vacas se llaman Lola. Todos los rumiantes, en realidad. Cualquier cosa sospechosa de ser pariente de una vaca, es Lola. Imaginen a un crío de casi dos años, aburrido de ir en la silla mientras sus padres se paran en todas las casetas. Nivel de paciencia superado hace una media hora. Nos detenemos en un puesto. Y el crío empieza a gritar «¡la vaca Lola, la vaca Lola!». ¿Qué vaca, hijo? «Allí, allí», y señala entusiasmado un cuentecillo con una vaca en la portada. «Sí, la vaca Lola», repetimos, con ese tono de a ver si se olvida, pasemos de largo. Pero el cativo es terco y la vaca es demasiada tentación. Así que se pasa las cuatro siguientes casetas gritando el nombre del dichoso animal, ante la indiferencia de sus padres... No hay vaca, hijo, se fue.
Una caseta, la vaca Lola, dos casetas, la vaca Lola, tres casetas, la vaca que sigue ahí, cuatro casetas... y de repente, un toque en el hombro y una voz. «Mire perdone, no sé si es la vaca Lola, pero igual le gusta y solo cuesta tres euros». Ante mí, un librero avispado que ha salido no sé de qué puesto. Me enseña un cuento pequeño con una vaca en relieve. Ahí está una tal Aurora, la vaca, con toda la pinta de haber sido sobado por todos los niños del país. No sé si fue lo sorprendente de la estrategia de venta, por acoso y derribo, la cara que puso el niño cuando vio a la prima de Lola, o el precio imbatible. Pero allí quedaron los tres euros, en manos de aquel librero (que contaba no sé qué historia sobre una escultura de una vaca en Valencia) y la muy antigua y muy de ocasión Aurora en manos de la criatura, que volvió a casa leyendo la historia del bicho como quien lee la novela del año, gritando a quien quisiera escucharlo que aquella era la vaca Lola. Ni Aurora ni gaitas. La auténtica Lola, con su cabeza y su cola, haciendo «muuu» para alegría del librero, de Djokovic y del infante.