El recuerdo de un molino

CRISTÓBAL RAMÍREZ REDACCIÓN / LA VOZ

A CORUÑA

Costa da Egoa está en medio de una selva de especies arbóreas autóctonas

26 nov 2019 . Actualizado a las 10:22 h.

Suso, de Cambre, es de largo y muy grato hablar. Recuerda anécdotas y anécdotas, ya que, aunque es persona joven, tiene vida atrás. Y pasiones, como las carreras de coches. No se dedica al cien por cien a la casa de turismo rural Costa da Egoa, en el municipio coruñés de Carral, porque, si bien en el verano un minuto libre es un lujo («todos os días saio de aquí ás dúas e tres da mañá»), en invierno el negocio desciende, características de todo el sector. Así que se dedica a otra cosa en la que goza de la ventaja de ir a su aire, mientras que la compostelana Rocío, su mujer, se queda en el establecimiento, echando un ojo al pequeño hijo de ambos, que por cierto corretea por aquí y por allá con libertad.

Costa da Egoa está escondida por completo, y al mismo tiempo muy cerca (250 metros) de la carretera nacional que une A Coruña con Santiago, poco después de la pequeña aldea de Herves, donde otrora paraban las diligencias, a medio camino entre el valle y la parte alta del monte ocupada por Mesón do Vento, otra venerable parada de la diligencia. Sea como fuere, el caso es que ahora hay que coger un desvío a la derecha según se va a la capital de Galicia para ir por la carretera vieja y al medio centenar de metros girar a la misma mano.

Y allí está, muy alargada, enorme. Esa es la primera impresión. Engañosa, porque en realidad es un conjunto de edificios, con el más viejo delante, lo cual se agradece. Esas paredes, totalmente rehabilitadas, albergaron dos molinos eléctricos, la vivienda del molinero y, claro está, la cuadra, y de hecho en el salón se conserva una argolla para atar la vaca.

El origen de todo ello hay que buscarlo en el padre de Suso, hoy retirado y que en otros tiempos se dedicaba a la compra y venta de propiedades abandonadas para rehabilitarlas. Pero en este caso el hijo se enamoró del lugar, «fixemos isto sen querer», un día que por circunstancias se quedó a dormir allí. Y despertó convencido de que aquel era su sitio. Habían pasado tres años desde que comenzaron los trabajos de rehabilitación y, hablándolo con la familia, decidió que aquel viejo molino sería una casa de turismo rural. En efecto, en el año 2001 abría sus puertas.

El negocio se fue ampliando poco a poco. Da la impresión de que Suso incluso se sorprende del éxito, porque lo hicieron de manera atípica, con el bar y con unas fiestas que llamaron a una multitud de personas que no esperaban. Y así, creciendo, ahora después de la casa en sí -donde están las seis habitaciones- y el bar se alza un pequeño hórreo que pasa desapercibido, una casita de madera que no desentona en absoluto y que es de su uso particular -aunque viven muy cerca- y una gran carpa. En ella ha habido de todo: bodas, cumpleaños, bautismos, primeras comuniones… El hombre muestra orgulloso dos bonitos canecos que le regalaron uno en la primera comunión que organizó y el otro en el primer bautismo.

¿Quiénes son los clientes? Suso destaca su fidelidad, con familias y parejas que repiten verano tras verano; y durante todo el año, peregrinos. La afirmación puede causar sorpresa, pero el Camino Inglés pasa a un par de kilómetros de allí, y ellos van a buscarlos. Suso resalta que a escasos metros pasa el Camiño Vello a Santiago y que, deduce, por lo tanto por él discurrían los que con fe encaminaban sus pasos a Compostela.

La otra característica de la casa donde están las habitaciones -tres en el bajo, tres en el primer y único piso- es la madera. La hay por todas partes, sobre todo en el gran salón que ocupa tanto la izquierda como la derecha una vez que se flanquea la entrada. Ese es el primer elemento que destaca, y la explicación es muy sencilla: el padre de Suso es una persona habilidosa a quien, además, le encanta trabajarla.

El segundo elemento que llena la retina es la lareira, con el horno al fondo algo camuflado, de tal manera que no se reconoce nada más llegar. Ambos son originales, de lo poco que había en la casa. «Mobles, ningún, e por algún sitio xa chovía dentro», añade el propietario, que rápidamente señala al techo: «¡Ah! E as trabes son todas orixinais». Las vigas muestran un aspecto sólido, bien barnizadas, con huellas de haber sufrido polilla en otros tiempos «e é necesario estar atento porque ás veces pode aparecer e hai que eliminala canto antes».

Las habitaciones, amplias, son lo más cuidado. En las paredes se ha conservado la piedra, ahora a la vista, y hace contraste con la cantidad de madera del piso de abajo. Los cabeceros y pies de las camas son variados, algunos de nuevo de madera -pero de diferente estilo de la del resto- y otros metálicos.

Pero lo mejor, sin duda, es la vista. No porque se distingan las montañas del fondo, sino porque dan a una auténtica selva de especies autóctonas, con un río brincando, dos molinos o lo que queda de ellos allá abajo, otra edificación donde estaba la turbina que generaba la electricidad… y una ruta de senderismo señalizada. Más no se puede pedir.