
No deja de pasmarme la forma de vivir de los niños. Mientras los adultos llevamos desde el domingo discutiendo si abusamos o no, si las fotos distorsionan la realidad o no, si la norma dice A o B, ellos simplemente respiran. Y disfrutan.
29 abr 2020 . Actualizado a las 05:00 h.Confieso que lo vi salir por la puerta y el corazón se me encogió un poquito. Se iba a pisar la calle por primera vez en 45 días, con sus pantalones que se le han quedado cortos y su bici amarilla, y lo último que me oyó decir antes de que se fuese el ascensor fue «¡no toques nada!». Su padre me miraba por encima de la mascarilla con una media sonrisa. Cerré la puerta pensando que en realidad se la estaba abriendo a esa nueva normalidad de la que nos hablan, y que a mí me sigue sonando a ritmos siniestros. Un amigo decía hace unos días que tenía que ver la serie Years and years antes de que se convierta en costumbrismo. Malos tiempos para la calma interior estos, en los que sueltas a tus hijos con una punzada de miedo porque no sabes si ese bicho (que él ha razonado que se ha ido a dormir y por eso ya puede salir) está esperando en cualquier sitio.
«Ten cuidado que te vas a vaciar un ojo» era una de esas frases maravillosas con las que mi madre, o mi abuela, o alguna de mis tías, te amenazaba cuando veía que nos pasábamos de brutos jugando. Dice alguno de mis primos que hemos heredado todos ese temor ancestral a que los niños se nos vacíen los ojos, se abran las cabezas o se desgracien (otra expresión maravillosa), y es que ahora que hemos crecido nos plantamos en la orilla de la playa haciendo los mismos aspavientos que nuestras madres para que no nos vayamos tan lejos. Tengo que hacer una encuesta entre mis primos para ver si a todos les ha pasado lo mismo que a mí cuando los niños volvieron a salir esta semana. Yo salí a la terraza a decirle adiós con ese hormigueo de miedo, tal vez irracional, o tal vez no. Se había parado delante del centro infantil del portal de al lado, donde acababa de redescubrir un mural de animales que le fascinaba. Agitó la mano y se fue con su padre, y qué largo se hizo el tiempo antes de que sonase el timbre como una verbena. Ahí estaba, despeinado, con una sonrisa de oreja a oreja, a grito pelado, «¡mamá, me lo pasé tan bien!», repetía, completamente feliz, sin parar de hablar. Después de lavar las manos a conciencia, seguía contando qué bien se lo había pasado... Tan solo había dado la vuelta a la manzana subido en su bici. Me cuenta su padre que apenas preguntó por las mascarillas, pero que lo miraba todo (y a todos) como si lo viese por primera vez.
No deja de pasmarme la forma de vivir de los niños. Mientras los adultos llevamos desde el domingo discutiendo si abusamos o no, si las fotos distorsionan la realidad o no, si la norma dice A o B, ellos simplemente respiran. Y disfrutan. Y que lo hagan obedeciendo, corriendo, sonriendo, debería callarnos la boca todos un rato. Que igual si dejamos de escucharnos hablar con las tripas y les hacemos un poco más de caso, aprendemos algo.