Si cuando estaba naciendo aquel sábado de febrero de 1971 alguien hubiese movido un poco el continente, tirando del mapa como si fuese un mantel, me habría salido de Europa
12 abr 2022 . Actualizado a las 05:00 h.Soy tan occidental que, si nazco un poco más al Oeste, me caigo del bordillo. Si cuando estaba naciendo aquel sábado de febrero de 1971 alguien hubiese movido un poco el continente, tirando del mapa como si fuese un mantel, me habría salido de Europa. Igual que esos personajes de los dibujos animados de Tex Avery, que se persiguen con tanto entusiasmo que, de pronto, se pasan de frenada y están fuera del fotograma, hasta que alguien los agarra de una oreja y los vuelve a meter en la película.
Salí esquinado porque vine al mundo en este borde del mar donde los romanos pensaban que se acababa todo y, si caminabas un metro de más, ya estabas fuera, como si el océano fuese una de esas piscinas infinity de los hoteles.
Cuando defendí mi tesis doctoral, uno de los sabios del tribunal, en ese trance que los portugueses definen como «mallar no candidato», me dijo que el texto tenía una perspectiva «muy occidental» y, en vez de pensar que me estaba riñendo, yo me puse muy contento y le di las gracias. Tampoco me debía de estar riñendo tanto, porque al final me dio el cum laude.
Mi Occidente ya no es un Oeste geográfico como el de los romanos. No es ese Mar de Fóra que los antiguos identificaban en los mapas con un «aquí hay dragones». En mi Occidente caben Japón y Australia. Y caben Tolstói, Tkachenko y Stravinski. Básicamente cabe todo el que quiera apuntarse, porque en eso consiste ser occidental: en tener la libertad para hacer, decir y pensar lo que te dé la gana sin que te pongan veneno en los calzoncillos, como a Navalni, o te invadan, como a Zelenski. Ser occidental es poder resoplar en la barra del bar sin que aparezca la KGB y te apalee los lomos.
Será cosa de esta Coruña nuestra, pero soy tan occidental que el Lejano Oeste me sabe a poco.