Al volver de Sabón el sábado por la noche, me bajé en la parada de Entrejardines, donde pronto tendrá una placa mi amigo Xurxo Chapela, el poeta que nos recuerda que queremos ser inmortales y luego no sabemos qué hacer los domingos por la tarde. Chapela va y viene a Coruña en el bus de Carballo, y Arriva ya está tardando en ponerle su nombre a un autocar, como hacía Castromil con los grandes autores gallegos.
Al bajar del bus, en Riazor se jugaba ya la segunda parte del Dépor-Linares y yo dudaba si enchufarme a la radio para seguir el play off o hacer como Joan Gaspart en la final de Wembley de 1992 y ponerme a dar vueltas por Coruña sin rumbo hasta que todo hubiese acabado para no sudar más sangre de la estrictamente necesaria. Otro amigo, Rafa Cabeleira, me sugirió entonces que, ya en plan Gaspart, me llevase el bañador por si luego había que celebrar el triunfo con un chapuzón (aprovechando que el Támesis pasa por el Orzán).
No puse la radio, pero miré de reojo en Twitter y vi el 1-0 en el marcador. Al poco, me avisaron por WhatsApp del segundo tanto y, según leía el mensaje, escuché, en medio de los jardines de Méndez Núñez, el grito colectivo de Coruña con el 3-0 de Bergantiños. Quién necesita radio con una ciudad con esos pulmones. No sabía aún que el domingo otro amigo, Miguel-Anxo Murado, escribía aquí sobre el fútbol de oídas y contaba todo esto de los goles que viajan a lomos del viento mucho mejor que yo, que crecí escuchando desde Peruleiro el eco del fútbol y el rock en el estadio de Riazor.
El jolgorio por el 4-0 me pilló ya a la altura de la Orden Tercera, que es donde Coruña (tan poco beata) reza a san Judas Tadeo, patrón de las causas imposibles, difíciles y desesperadas. No sé si fue una señal, pero, por si acaso, encendí una velita para lo del Albacete.