Guillem Vizcaíno, campeón del mundo de peonza: «¿Qué infancia va a recordar la gente que lleva con móvil desde los dos años?»

A CORUÑA

MAI IBARGÜEN

Nacido y enraizado en la cultura tradicional de Mallorca, el artista de circo trae al Ágora su espectáculo «Poi», en el que rinde homenaje a un mundo que desaparece acompañado de 50 trompos, uno de ellos gigante

01 oct 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Guillem Vizcaíno (Inca, Mallorca, 1987) quería dejar de viajar, quedarse en Mallorca con sus peonzas y sus malabares, y para ello creó un espectáculo enraizado en la cultura campesina de la isla, titulado Poi, en el que a través de 47 peonzas, una de ellas gigante (80 centímetros de altura), rinde homenaje a la infancia, a la desaparición del juego en la vida de los niños, a los ancianos, al sentido del tiempo en el campo y al circo que guio su vida desde que su padre afilador le enseñó a lanzar cuchillos.«Mi abuelo me decía que tiraba como una mujer, con la punta para abajo», recuerda el artista que este sábado enhebrará sobre las tablas del Ágora de A Coruña (20.00 horas) un espectáculo en solitario de 50 minutos con lanzamiento de 25 trompos. Quedarse en Mallorca, con cien funciones al año, de momento no es una opción.

—¿Que es Poi?

Poi es como le llamamos en Mallorca al juego de la peonza más popular a nivel mundial. Haces un círculo, pones una peonza en el centro y cuando le dan un golpe con otra decimos que te han hecho un poi.

—¿Qué cuenta?

Poi es la culminación de casi 20 años de trabajo. Es mi primer solo, la primera vez que me planteo una creación en solitario. Han sido tres años en los que la peonza me ha devuelto a la infancia, al tiempo en que vivía, en el que jugaba con mi abuelo, en el campo, sembraba, recogía patatas, me hacían ir a recoger almendras y algarrobas, donde hacía mucho sol, un tiempo en el que las cosas iban más despacio y eran mucho más cercanas. Recojo la esencia de todos estos momentos relacionados con la gente del campo y la pongo ahí en el escaparate, ante el hoy, este tiempo en que vivimos, muy desconectados del campo, de lo primario, de lo sencillo, de dónde salen las verduras y de cómo se mata un pollo. Y de cómo vive. Es un poco eso.

—Eso es universal.

—En realidad creé el espectáculo para trabajar en Mallorca. No quiero viajar más, pensé, quiero quedar tranquilo en casa, hacer algo artesanal, despacio, que me guste cada cosa que haga. No quiero pasarlo mal cuando esté en escena con un espectáculo rápido en el que tenga que fingir. Voy a hacer algo cercano, que yo lo sienta y que sea de Mallorca. Y lo voy a hacer yo. Tampoco lo ideé. Fui haciendo sin darme cuenta. Quise elegir a un músico de Mallorca, Jaume Compte. Cogí unas músicas tradicionales como los cantos de trabajo que me conectaban mucho con mi abuela, que cantaba en el campo. Metí en escena un árbol y una mesa, donde lanzo los trompos. Y es lo que decidí. Al conectarme tanto con las peonzas, las peonzas me conectaron con el campo. Ha sido un proceso artesanal, he ido a buscar las ramas, las he secado, las he torneado; con la luna, me decían los viejos que en la luna vieja de enero me iba a ir mejor, que no me iban a crujir las maderas. Conté con los mayores y Poi ha salido de ahí. 

—¿Cómo llegó al circo?

—Bueno, ya de niño me gustaba mucho la familia Aragón y me llamaba la atención la figura del malabarista, el que movía los objetos alrededor del cuerpo, me parecía magia. En las fiestas de mi pueblo, con ocho años y de la mano de mis padres, recuerdo haber visto malabaristas. A los 12 la hermana de mi abuela me enseñó a jugar con el diábolo. Empecé a jugar y hasta ahora. Con los malabares me adentré en el mundo del circo, y luego en el monociclo, los portes acrobáticos, el fuego, el lanzamiento de cuchillos... Y a los 17 años me metí en una FP de Electricidad, porque no quería estudiar ni tampoco trabajar con mi padre, que es artesano.

—¿A qué se dedica?

—Era guarnicionero de aparejos para caballos, trabajaba el cuero, pero se ha ido adaptando con las crisis. Le gusta picar piedra, trabajar el vidrio, hacer cestas con caña. Antes de la guarnicionería era afilador. Lo de lanzador de cuchillos me viene por ahí. Él me enseñó a lanzar cuchillos cuando era pequeño. Mi padre siempre ha estado alrededor. Supongo que también tenía algo de cirquero. De chavales jugaban con punzones, lo que se hacía antiguamente, lo lanzaban. Y cuando yo tenía 12 años me regaló uno, como una espadita pequeña, que era suya, de chaval. Yo tiraba un trozo de madera y me enseñaba: «La tiras a media vuelta y se clava con la punta; si lo quieres más lejos, tienes que dar más vuelta». Y a los 17 años le dije que quería hacer números de lanzamiento de cuchillo. «No, no, no, que eso es peligroso», me dijo. Ya, pero cuando era pequeño me regalaste el punzón y me enseñaste...

—¿Y cómo aparece la peonza?

—Tuve una lesión de hombro y me regalaron una pequeñita de plástico. Mi padre, que tiene dos tornos, me hizo una de madera. Empecé a jugar y ya no paré. Tengo que aprender a hacer esta maravilla, pensé. Y lo llevé a la parte artística. Vi que otras personas lo habían hecho antes. En Japón es tradicional hacer demostraciones. En Taiwán se juega mucho. Hay otros lugares en lo que es tradicional y ya se ha visto antes en la escena.

—¿Qué le aportó que no le ofrecieran el resto de objetos para abandonarlos todos?

—Lo que te aporta la peonza no te lo aporta ningún otro objeto de circo, porque te conecta con la gente, a diferencia de una maza (lo que lanzamos al aire los malabaristas) o de un monociclo, que los ves y dices, esto es de malabaristas. De pequeño nadie ha jugado con una maza. En cambio, una peonza todo el mundo la reconoce. Todo el mundo ha jugado con una en su infancia. Con este estrés que llevamos, que una cosa se tapa con otra, la peonza ha quedado en el fondo del baúl. Pero cuando la sacas, todo el mundo te cuenta una historia sobre una peonza. Estás en la calle con ella parada y cualquier señor o señora vienen y te dicen que ellos jugaban, que hacían un círculo, que le afilaban la punta, que de dónde la has sacado. Porque ya no las ves en las tiendas, en una droguería, en una ferretería, en un mercado, antes estaban en todos lados, como una pelota. Esto es lo que más me ha conectado a la peonza. Estás en una plaza y basta que la tires al suelo un par de veces para que la gente se quede pensando y se dé cuenta de que ellos las tuvieron pero también han desaparecido. Y eso también me ha llevado a conectar con la gente mayor y a hacer este espectáculo. Un abuelo con un niño jugando al mismo juego, compartiéndolo y disfrutando las dos, es algo universal. No hay ningún juego así. La peonza es una maravilla, es un tesoro que me ha hecho conectarme e ilusionarme con el objeto, y reivindicarlo.

—¿Está presente en todas las culturas?

—En el mundo por todos los recovecos ha habido una peonza. Aparecen en África, Asia, Europa, Sudamérica, Norteamérica. Los primeros indicios datan de hace 6.000 años. Estamos hablando de algo muy primario, hecho con piedra, arcilla, madera, que se ha encontrado en diferentes culturas a miles de kilómetros. Creo que ese efecto giroscópico, la fuerza que hace que se levante el objeto, también coincide con cómo ruedan las planetas, que llevan tal giro que se aguantan de tal manera que si dejaran de girar chocarían entre ellos, se dice. Esa parte primaria es un poco lo que lo ha ligado a lo humano. Es una forma que se encuentra en la naturaleza, en semillas,en frutos. Hacer rodar una cosa y ver cómo se levanta te deja embobado, tiene una parte hipnótica, ver algo en equilibrio que se aguanta por la fuerza del giro. Por eso es tan primario y conecta con la gente, porque viene de muy, muy atrás.

—Y de la infancia, que tampoco es un tiempo cualquiera.

—Sí, toca esa tecla y a la gente le llega en un tiempo en el que la infancia ha cambiado. Yo no sé qué van a recordar de aquí a 50 años la gente de hoy que lleva desde los dos años con un móvil. Y el juego se está perdiendo, una cosa tan básica. Solo existe en una pantalla. No sé a qué cosas los conectará una peonza. A mí me conecta con un sótano, con la calle, con unos gitanos que nos robaron varias de mi hermana y mías, con mi cuarto, solo, y también con compartir, con las cosas que pasaban con este objeto. La peonza es ese baúl que se abre.

—¿Cómo se convirtió en profesional?

—A los 16 años no sabía qué quería hacer. No me gustaba ninguna carrera y me metí en FP porque podía ser algo práctico. Desde hacía dos años en el patio del instituto lo único que hacía era malabares, comía el bocadillo y a los malabares. En el 2005, cuando tenía 17, me contactó Tiá Jordà, el director de Circ Bover, me dijo que había comprado una carpa, iba a montar un circo y quería que trabajara con ellos. En verano de 2005 actuamos por primera vez. Había gente que venía de la escuela de circo, tenían todos diez años más que yo. Esa fue mi escuela. Yo no sabía nada de salir a escena. Mis primeras funciones en la calle, a la gorra, con 15 años, eran salvajes, me vestía de cualquier manera, no tenía presencia escénica, no había ido a clases de teatro, era autodidacta en todos los sentidos. Después empecé a hacer otras disciplinas y ahí empezó todo.

—¿Cómo reaccionó su familia?

—El último año que estuve en FP me iba el viernes al salir del instituto y volvía el domingo por la noche, así todos los fines de semana, montando y desmontando la carpa, dando vueltas por Mallorca y por las islas, para hacer dos funciones. Un desmadre, mucho trabajo para a veces cobrar nada. Hoy el Circ Bover es una compañía muy reconocida, consolidada. Pero entonces era el principio del proyecto y yo estaba aprendiendo todo. Luego, cuando acabé la FP y mis padres vieron que seguía con el circo, que era lo que quería hacer, empezaron a decirme que el circo era para una temporada, que me iba a cansar y que no iba a ganarme bien la vida.

—¿Todavía lo piensan?

—Están encantados. Pasaron los primeros años, empezaron a ver a gente mayor, de circo tradicional, que habían nacido en caravanas y que venían por casa. Vieron que allí había un mundo en el que me podías ganar la vida perfectamente con este arte, que siempre había quedado marginado, el circo, asociado a los feriantes, pero que ha cambiado tanto. Y ahora están supercontentos de que haga lo que me gusta, que sea autónomo, que un día esté en Coruña y otro en Francia. Y que me vaya bien.

—¿Le va bien?

—A ver, yo siempre he estado feliz. Ahora, económicamente trabajar en las artes escénicas o en el circo es como estar en la cuerda floja. A veces estás allá arriba y a veces estás pegado al suelo y dices, ostras, me he dado un cacharrazo. Aquí nadie te asegura. Si buscas un contrato fijo en el circo no lo busques. Mis temporadas más fuertes son de abril a octubre. Llega abril y solo tienes contrato un día aquí, otro aquí y otro aquí. Empieza el verano y piensas que bueno, a lo mejor tienes que salir a la calle, porque no te da, y hacer calle no quiere decir que no dé. Hay gente especializada con formatos de espectáculo de calle. Pero no es lo que yo busco. 

—¿Funciona Poi?

 —Pues ahora puedo decir que después de 20 años trabajando en este oficio he llegado a un punto de madurez. El 17 de octubre se cumplirá un año del estreno y ese día justo haré la función número 100. Estamos hablando de una función casi cada tres días. No le pasa a cualquier compañía, poder trabajar y poder compartirlo por tantos lugares y cambiando de público. 

—Y no quería moverse de Mallorca...

—Sí, y lo único que no he hecho ha sido trabajar en Mallorca. Me he sentido más querido fuera que en mi propia tierra. Y el espectáculo es totalmente mallorquín. Es curioso porque es una contradicción misma, por el propio mensaje de Poi. Acabo haciendo kilómetros, cogiendo aviones, viajando a toda velocidad, estrés, mails,  te ofrecen trabajar en Israel, en Sudámerica, para que me voy a ir allí si esto lo hice para trabajar aquí.... Hasta que acabas entendiendo que es algo que tienes que compartir y que la gente lo tiene que ver. He estado en Portugal, ahora me voy a Francia. Me han ofrecido muchas funciones internacionales y el año que viene cogeré algunas, pero hasta 2024 no saldré fuera más allá de Francia, Italia o algún país al que pueda llegar por carretera porque la escenografía la llevo en la furgoneta y no la tengo adaptada para viajar en avión. Tendré que hacerlo.  

—¿Cómo fue la experiencia en el campeonato del mundo?

—El campeonato se lleva haciendo desde el año 2000, junto con la asociación mundial de yoyós, que lo celebran desde los años 70. Como la asociación internacional de tromperos, o peonceros, es muy reducida, se unió a la de yoyós para tener un espacio. Normalmente se celebra en Japón, en Europa, Estados Unidos, Latinoamérica, pero en el 2020, con todo interrumpido por la pandemia, se suspendió la edición de Hungría y se hizo on line. Había gente que me conocía y me decía que participara. Yo es verdad que cada año veía los vídeos del mundial, pero bueno, nunca he hecho competición, vivo más de lo artístico que de hacer una técnica. Al final, como era en mi casa, en el 2020 y sin trabajo, porque no podíamos aglomerar a la gente, pues decidí participar. Nos engorilamos los cuatro que jugamos en Mallorca. Venga, vamos a picarnos con los japoneses y los colombianos que juegan con los trompos tradicionales como a nosotros nos gusta. Y yo quedé primero en estilo libre, y mis compañeros de quinto y sexto.

—¿Cómo compitieron a distancia?

—Hice en casa un vídeo de tres minutos y lo mandé. La puntuación del campeonato se rige por la cantidad de trucos, la dificultad y la rutina. Había 98 jugadores en estilo libre, y no sé, gané, sí, la verdad es que me sorprendí. Yo participo con una peonza tradicional que es de madera maciza, las que conocemos. Se puede competir con las de plástico, o huecas por dentro que es más fácil que estén equilibradas, o con unas que tienen la punta giratoria. Hay un montón de modelos. Participé con la tradicional y la verdad es que luego he visto la rutina y dije ¡guau! no sé si volvería a repetirla, la verdad es que está bien.

—Se engoriló bien.

—Estuve 10 días engorilado y a lo mejor dos meses con ella en la cabeza. Qué puedo hacer para el mundial, va, me presento. Entrené y creé la rutina en los últimos diez días. Tampoco le eché mucho. Una cosa graciosa que me pasó es que no le dije a nadie que había ganado. Y al cabo de de dos semanas, un amigo del oficio, Tiá Jordà, el director del Circ Bover, me preguntó: «Oye, ¿al final cómo te ha ido en aquel certamen?». Pues quedé primero, le dije. «Pero ¿qué era, a nivel nacional?». No, mundial. Se quedó flipado, pero qué dices, esto lo tienes que publicar. Y yo pensaba, una competición de peonzas... para qué. Luego, al cabo de unos días me pasó lo mismo con otra compañera, Marta, a la que se lo había dicho Jordà, y de tanto decírmelo pensé que bueno, que a lo mejor tenían razón, que yo que sé, es mi trabajo, igual tendría que publicarlo.

—En el espectáculo maneja una peonza de 80 centímetros de altura, ¿de dónde procede?

—Hay varias técnicas de juego que empleo en el espectáculo que salen de Taiwán. Allí es tradicional jugar con peonzas gigantes. Hay una de 120 kilos que la suelta una sola persona. Y lanzan también encima de pequeños platos, de unos diez centímetros, que están a dos metros de altura. Siguen jugando hoy en día en las calles. Al principio me parecía absurdo, me daba la risa ver a aquellos hombres mayores lanzando peonzas tan grandes, me parecía muy cómico. Y gracias al torno de mi padre, que permite hacer piezas tan grandes, pensé, oye, pues yo que sé, yo me hago una. Porque al principio es como ridículo pero después cuando la lanzo en el espectáculo, tiene las dos caras, la ridiculez de aguantar esa peonza tan grande, y a la vez una especie de extrañeza, que la gente no sabe si aplaudir o, al revés, quedarse en silencio, si reír o llorar. 

—¿De qué son las peonzas, cuántas tiene?

—Tengo de todo. He estado recopilando mucha madera para secar, pero las que tengo ya estaban secas y otras me las han ido regalando. Para que una madera esté bien para poder tornearla y que no se cruja, necesita un mínimo de entre cuatro y diez años. La gente no lo sabe. Ahora tengo peonzas de olivo, encina, naranjo, alguna de roble, maderas que no sé de dónde vienen porque me las han regalado y son tropicales, una que empleo mucho es de bubinga, de una viga que me regalaron, del Congo, de ahí he sacado muchas.  En el espectáculo hay como unas 47. Y lanzo como unas 25, tendría que contar cuántas veces lanzo.