Ti West evoca a «Carrie» en «Pearl», de su trilogía de horror en Texas
12 oct 2022 . Actualizado a las 05:00 h.Al actor Eduardo Casanova se lo ha comido el cineasta. Del Casanova director se podrán decir muchas cosas, bonitas o no tanto. Pero lo innegable es que posee un universo, una fijación. Desde sus cortometrajes a su primer largo, Pieles, hay una pulsión de provocar desde su manera de reivindicación de las naturalezas humanas más estrambóticas, las diversidades y multiplicidades que se miran en espejos cóncavos. Y parafilias varias, con predilecciones como la escatología, las vulvas que miccionan, los cerebros trepanados, los cuerpos desnudos y decrépitos, las enfermedades malignas psicosomáticas. No es David Cronenberg. Pero le va bastante bien. Con Pieles fue seleccionado en el Panorama de la Berlinale 2017 y ahora, con La piedad, viene de ganar el Festival de Austin, que es, junto con Sitges, el principal foro de cine fantástico del escenario internacional.
Yo tengo que reconocer que —más allá de la brillantez kitsch de sus diseños artísticos, del buen gusto de sus bandas sonoras y sus coreografías o de las combinaciones cromáticas de su cine, como nacidas de un interespacio o de una querencia asiática queer— no logro encontrarle el punto a este magnetismo más que turbio. A su fetichismo de los esfínteres. En La piedad aborda una enfermiza relación madre-hijo, más allá de todo filtro psicoanalítico porque lo que imperan son las situaciones fluidas, no los traumas. Y me parece descabalada la ocurrencia, entre estalinista y freudiana, de comparar la posesiva dependencia del hijo ante una madre de la que no parece haber roto el cordón umbilical con un régimen como el de Corea del Norte. Agradezco mucho que a Ángela Molina se le ofrezca un papel protagónico porque ella borra cualquier fealdad. Y me parece reseñable que Antonio Durán Morris —cuyo personaje de pederasta se correspondía con la mejor secuencia de Pieles— se muestre ya como actor totémico del cine de Casanova. Todo lo demás es cuestión de lo que a cada uno le genere emociones en una pantalla. Supongo que será algo reaccionario decir que a mí las devociones de este director no me escandalizan. Pero sí me desagradan. Imagino que mientras le sigan cayendo premios Álex de la Iglesia seguirá sufragando esta lluvia dorada de ideas del enfant terrible.
Ti West se ha consolidado —desde sus orígenes en el cine de serie Z— como uno de los más estimulantes valores del terror norteamericano de este tiempo. La presentación aquí de la magnífica Pearl supone la segunda película de una anunciada trilogía del terror de la Norteamérica profunda iniciada con X, estrenada en salas este año, y de nuevo con Mia Goth como protagonista. En realidad, se trata de una precuela de X, en la que se planteaba el ensañamiento de los habitantes de un pueblo de Texas con un equipo llegado para rodar un filme porno. Mia Goth, que era la anciana que daba matarile al equipo de rodaje de la película hardcore, encarna aquí la adolescencia confusa de ese mismo personaje. Su dificultad para ampliar horizontes, presa de las obligaciones en una granja, con su padre muy enfermo y una madre dominadora hasta lo patológico. Y la respuesta al entorno represivo con un estallido que establece lazos de pleitesía a un filme icónico del horror contemporáneo como la Carrie de Brian de Palma. Segunda parte de un tríptico que se adivina ya esencial. Pero que puede verse de modo independiente, como la fascinación y la poesía en las que deflagra un patito feo que entra en incandescencia.