Como pude, saqué las cinco bolsas del maletero del coche y entré en Follas Vellas cargada de libros. Habían salido de dos cajas y acumulaban páginas y páginas de novelas, catálogos de museos, guías de viajes, libros de cocina, poesía y algún ensayo. Un chico joven comenzó a sacar los libros uno a uno de las bolsas, haciendo montones que seguían un criterio misterioso, aquí dos tomos de historia, aquí dos libros sobre jardines y pazos, allá un par de novelas. El lote que valía la pena para él crecía, yo volvía a guardar los que descartaba. «Lo único que no aceptamos son enciclopedias y revistas», me había dicho un rato antes, y ahora separaba horas y horas de lectura sin saber que este libro se lo había regalado yo a mi madrina, que aquel otro me lo había prestado porque le había encantado. Que cada uno de aquellos tomos estaba en su casa por algo. Venía de un viaje que ella había hecho o de un museo en el que alguien se había acordado de ella. En muchas de las primeras páginas está anotado su nombre y una fecha.
Aquel chico repasaba cada título y el estado de cada libro tan rápido y tan concentrado que no me atreví a preguntarle por qué este sí y aquel no. Parecía obedecer a algún código secreto solo para iniciados. Con la misma eficacia acabó el recuento y me dio un recibo. Salí de la librería con dos bolsas de descartes que esperan una segunda vida y otros lectores, y aquel papel que parecía cerrar un círculo pero que en realidad era un billete de entrada, pensé, para quien venga después y compre uno de esos libros y se pregunte quién era esa mujer que anotaba solo su nombre, sin apellidos, en la primera hoja de cada uno de ellos, y a la que le gustaba el arte clásico y las novelas de Sándor Marai.