Los paseantes inmóviles de la plaza del Humor

Carlos López INTEGRANTE DE PINTO & CHINTO

A CORUÑA

CESAR QUIAN

Al cronista le gusta pensar que las losas de mármol las han labrado los Picapiedra, o quizá Obélix, transeúnte perenne de este lugar, quien se habría aplicado a tal menester orillando momentáneamente su especialidad en la talla de menhires

11 abr 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Al cronista le gusta pensar que las losas de mármol de la plaza del Humor las han labrado los Picapiedra (no olvidemos que Pablo se apellida Mármol), aquí representados; o quizá Obélix, transeúnte perenne de este lugar, quien se habría aplicado a tal menester orillando momentáneamente su especialidad en la talla de menhires. El dibujante Siro López congregó en este espacio a la flor y nata del noble arte del humorismo, desde la flor en la solapa de Charlie Rivel a la nata que Rabelais sirve en la mesa de los tragaldabas Gargantúa y Pantagruel. El ratón Mickey se mantiene a prudencial distancia del cunqueiriano gatipedro por aquello de la atávica enemistad entre ambas especies, mientras que Blanco Amor, constatando que se ha erradicado el botellón, dice como para sí: «Aquí xa non hai esmorga».

Una pareja de ancianos se sienta en el banco de Castelao, haciendo caso omiso de aquello de que os vellos non deben de namorarse, y echan unos mendrugos a las palomas, a las que se anticipa el famélico Carpanta, quien en un visto y no visto envía el pan a su propio buche. Como se queda con hambre, les pide a Martes y Trece unas empanadillas, aunque no hayan sido elaboradas en el mismo Móstoles. Mafalda le dice: «Puedes comerte mi sopa si quieres, que a mí no me gusta», al tiempo que Julio Camba le entrega una tarjeta de La Casa de Lúculo. Por el blanco enlosado gulusmean Snoopy, Ideafix y el perro de Xaudaró, que tienen la deferencia de no ensuciar el suelo porque son canes respetuosos de las buenas costumbres, y no como otros chuchos a quienes las más elementales normas de urbanidad les son por completo ajenas. Groucho Marx, imbuido también de espíritu cívico, nunca arroja la colilla de su puro habano.

En la plaza del Humor, el viento, coruñés de toda la vida, le vuela el sombrero a Charlot, a Moncho Borrajo, a Pedro Brandariz, arrebata también los tres sombreros de copa de Miguel Mihura (Mortadelo y Filemón se encargan de investigar la desaparición de los seis chapeos), y hace que Mae West haya de sujetarse la falda. Las ráfagas de aire le recuerdan a Cervantes el capítulo de los molinos, y el manco Valle-Inclán se acerca al progenitor del Quijote a interesarse por su manquedad. En la plaza del Humor, la lluvia, coruñesa de toda la vida, forma tales torrentes que Mark Twain no echa de menos su gran río Misisipi; y en ocasiones cae un cumplido aguacero, como una lluvia de balas líquidas, una guerra que Gila libra por teléfono. Tip y Coll aprovechan para ejecutar su número de cómo llenar un vaso de agua.

El cronista, paseando por la plaza, pisa sin querer a Camilo José Cela, que suelta un estentóreo taco, y Hans Christian Andersen tapa los oídos de los niños de Álvaro Cebreiro, por estimar que no es vocablo conveniente para la escucha infantil. El arcipreste de Hita se dispone a escribir el Libro de Buen Humor, mientras Chéjov y Jardiel Poncela disertan sobre árboles. Chéjov deja traslucir su predilección por los cerezos, y Jardiel se decanta por los almendros (¿verdad, Eloísa?). Luis Piedrahíta, mago y humorista, saca de su chistera un conejo que está mondándose de la risa. Tiempo atrás, Vicente Risco amaneció con las gafas rotas y Quevedo se ofreció amablemente a prestarle sus anteojos, aunque ya Wenceslao Fernández Flórez se le ha había adelantado extendiéndole las gafas del diablo.

La noche comienza a caminar por la plaza del Humor. Aquí no se necesitan farolas, pues la iluminación corre a cargo de las frases brillantes de Oscar Wilde y del chispeante ingenio de Ramón Gómez de la Serna. Esopo le espeta al cronista: «Eres tú mucho de fabular». Cuando el cronista ya se marchaba, oye a Dostoievski sentenciar: «Es un crimen no visitar la plaza del Humor, y el gesto hosco es su castigo». Repantingado en su banco, donde se ha echado a reposar de los largos viajes de su imaginación y desde el que acaso se columbra Miranda, Cunqueiro reclama mil plazas del Humor máis para Galicia.