Estaba la tarde del sábado teñida de amarillo, blanco y azul, y una que no comprende, se alegra a pesar de todo de los goles celebrados, del sol de mayo, del viento que no deja de soplar, de la playa vivida, del paseo
24 may 2023 . Actualizado a las 05:00 h.Escondida en un recuncho protegido del viento leía una señora mayor. Era sábado por la tarde y volaban los pelos por el paseo, en una mezcla imposible de plumíferos y bañadores. Han quitado la duna y la ciudad se lanza a ocupar la playa como si fuera el salón de casa.
Dos niñas en bañador jugaban con sus palas y cubos mientras su madre, tapada con un jersey, vigilaba desde la toalla. Allí, en las Esclavas, el valiente de turno salía del agua dando saltitos y se quedaba tiritando bajo la ducha. Otras dos chicas jugaban a lanzarse una pelota con una mano a la espalda. A la sombra del Playa, una pareja se comía a besos hasta que una pandilla de adolescentes les mata del susto y les corta la fiesta entre risas y móviles («¡grábalo, grábalo!», decían). Mientras la arena se va llenando de ganas de verano y descanso, la cofradía de devotos del Dépor peregrinaba al estadio con la bufanda al cuello y la misma fe, sospecho, que quien acude a Fátima. Caminando a contracorriente, viendo sus ojos esperanzados, encomendándose a San Arsenio y al nuevo beato Rubén de la Barrera, esa masa blanquiazul que comparte el hambre de ascenso y el amor por el equipo despierta algo de envidia: la de quien no comprende esa pasión desatada que une a generaciones de coruñeses que van en familia, en pandilla o en solitario, pero nunca solos, al campo. No la comprende pero la envidia, porque los amores compartidos están cargados de un romanticismo que no hay novela rosa que supere.
Estaba la tarde del sábado teñida de amarillo, blanco y azul, y una que no comprende, se alegra a pesar de todo de los goles celebrados, del sol de mayo, del viento que no deja de soplar, de la playa vivida, del paseo.