Llevamos tiempo quejándonos del incremento en el coste de nuestra vida. Las entrevistas a compradores en plazas rebosantes de productos se están convirtiendo en un clásico en las televisiones. Todo son quejas sobre la pérdida de poder adquisitivo. Personas furiosas o simplemente resignadas. Intentamos buscar culpables y los encontramos lejos. En definitiva, un rompecabezas incomprensible donde lo único que podemos hacer es ejercitar nuestra paciencia.
Sin embargo, el coste de vivir no es homogéneo a lo largo del territorio. Cuando aumentan los precios, éstos suelen incrementarse en todos ellos, pero con intensidades y puntos de partida diferentes. Es una obviedad decir que no es lo mismo el coste de residir en el centro de una ciudad que en una zona rural. Sin embargo, la decisión de situar nuestro hogar depende de muchos otros factores. Es una simbiosis de diferentes elementos, tanto por el lado de la demanda como de la oferta, y que no es sencilla de revertir. Este razonamiento es aprovechado por los municipios para fortalecer su imagen de marca y aumentar su población residente.
Esto significará una mayor recaudación a través de toda la variedad de impuestos locales, al mismo tiempo que un aumento en el poder de negociación para solicitar más y mejores servicios, como la salud, la educación o el transporte. Los reclamos para el cambio son muchos, pero el precio de la vivienda suele tener un lugar especial. Tan poderoso que puede hacernos olvidar el coste en tiempo y dinero que suponen los desplazamientos en coche o transporte público.
Nuestra comarca no es una excepción. Los mitos empleados para satisfacer los deseos de quien aspira a una vida mejor son los habituales. Lo único evidente es que el escaso crecimiento de la población en esta área durante los últimos decenios parece indicarnos que, con independencia del coste de la vida y otros factores, la calidad de vida que tenemos nos debe de parecer razonablemente buena.