
En 1974, el año en que la capital de Francia inaugura el aeropuerto Charles de Gaulle, despega en el barrio de Os Castros el Mesón París. Y aún sigue hoy su vuelo airoso, luego de atravesar las turbulencias del covid, haciendo escala cada día en el corazón de castreños y foráneos. Mas no da comida de avión, sino enjundiosa, a prueba de epulones y tragaldabas varios. Y para cocinarla no emplean el fuego de los fogones, pues basta con la calidez de los dueños. En este negocio familiar, después de haber comido, propietarios y comensales ya son familia en al menos segundo grado.
Cuenta la ciudad de París con el Sena, y por nuestro mesón discurre un río de gente dispuesta a dar buena cuenta del caldo gallego (el mejor combustible para el coche de San Fernando, un ratito a pie y otro caminando), de la carne asada, de los callos… Y no sigo porque, como escribió el insigne, se me hace la prosa agua. Llevan a gala precios muy razonables: en el París fríen calamares, pimientos y pescado, pero no fríen al cliente. De cuando en cuando programan conciertos, porque aquí también se sirve alimento para el espíritu.
Uno entra al mesón y ve la olla de sopa, del tamaño de la cercana piscina de San Diego. Y el pulpo con sus ocho brazos, como ocho brazos semeja tener el cocinero que lo prepara, con su trajín de marmitas, tijeras, aceiteras y salpimenteros. Celebra su cincuenta cumpleaños el Mesón París, y él es el regalo.