No da el bolsillo ni las estanterías para tanto tablero, ni falta que hace sumar más productos a la enorme lista de lo que consumimos
13 nov 2024 . Actualizado a las 05:00 h.No recuerdo cuántos años tenía cuando los Reyes me trajeron al fin los Juegos Reunidos Geyper. Aquella caja con la que me imaginaba tardes y tardes de juegos divertidísimos con mi hermano y mis primos, y que luego se quedó en millones de partidas de parchís y la oca, y poco más. Allí había instrucciones imposibles de entender y fichas diminutas que lo único que hicieron fue ponerse en fila. A pesar del desperdicio, y de la sospecha de que nunca fui una niña de juegos de mesa, aquella caja me parecía entonces el colmo de la sofisticación.
«¿A qué jugamos?», debe de ser una de las frases más repetidas en cualquier casa con retacos. «Será por juguetes», acabo por contestar cuando ya no se me ocurren más sugerencias, entre las que habré mencionado dos o tres juegos de mesa. Esa niña que casi no pasaba del parchís, el Intelect, el Palé o el Trivial, es ahora una señora que juega al Carcassonne, prepara partidas de Fantasma Blitz, intenta que no le hagan trampas al Virus y trata de sacar dos horas de su vida para estrenar un juego de estrategia basado en batallas japonesas. Está claro que la vida hace contigo lo que le da la gana.
Por eso me parece una fiesta que las bibliotecas municipales vayan a prestar juegos. Porque no da el bolsillo ni las estanterías para tanto tablero, ni falta que hace sumar más productos a la enorme lista de lo que consumimos. Porque aprender a ganar con elegancia y perder con dignidad es una asignatura clave. Ahora solo falta un apartado para legos: un sistema de préstamo para poder montar el Halcón Milenario, la catedral de Notre Dame o la Madriguera de los Weasley sin tener que preocuparte después de dónde lo vas a poner ni de cómo lo vas a limpiar.