Nino Redruello, chef: «La tortilla al estilo gallego me gusta incluso más que la que hace mi madre»

A CORUÑA

El cocinero, cabeza del grupo Familia La Ancha, cuenta cómo convirtió su empresa familiar en una marca reconocida
21 mar 2025 . Actualizado a las 09:36 h.Nino Redruello nació, como quien dice, con la sartén bajo el brazo. Hijo, nieto y bisnieto de cocineros. Con tal historial familiar, difícilmente podría haberse dedicado a otra cosa. Le costó un poco, no obstante, hacer las paces con todos los flecos de su destino. Con las pulsiones a veces enfrentadas de innovar y continuar preservando un legado. Ahora está al frente del grupo hostelero Familia La Ancha, púlpito desde el que ha conseguido, por fin, aunar el fue, el es y el será.
—Primera vez en A Coruña. Pero es difícil, como cocinero, estar al margen de esta ciudad de una forma o de otra...
—Sin duda. Consumo patata gallega, me encanta la cultura del pulpo. Mi tortilla, aunque no es estilo Betanzos, la hago con patata muy fina también. La carne, el marisco... Galicia está presente en el resto de España.
—Ha sacado un tema espinoso, la tortilla. ¿Cómo le gusta?
—Me gusta con una patata que tenga mucho sabor, y para eso lo mejor es la patata gallega. Además, con la patata fina como se hace aquí, coge más crujiente y más sabor. En Madrid suelo ir a sitios donde hacen tortilla estilo gallego. Mi madre era vasca y mi padre asturiano, así que yo tiro también un poco más hacia el estilo del norte. En el País Vasco se hace con la patata un poco más gorda, así la hacía mi madre y así la suelo hacer yo. Pero la tortilla gallega hasta casi me gusta más.
—¿Siempre quiso ser cocinero?
—Con cinco años ya quería serlo. Mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo lo eran. Pero, lejos de limitarme a la vida que me impusieron, he conseguido ser muy feliz. Heredé una profesión percibida como aburrida, no muy bien vista. Ahora se ha dado la vuelta todo. La de cocinero es una profesión valorada y bonita. Tenemos altavoz y la gente nos respeta. Cada vez estoy más enamorado de lo que significa cocinar. Lo que puedes influir en los demás a nivel emocional con la cocina me hace muy feliz.
—¿Un primer recuerdo relacionado con la cocina?
—Un verano, con quince años. Me pasé un verano entero en el restaurante de mi familia haciendo pan rallado y boleando croquetas. Mi sensación entonces es que no se podía ser muy feliz como cocinero. Se trabajaban muchas horas, se libraba poco y había mucho estrés. Gracias a Dios, eso se ha dado la vuelta. Ahora, todo el mundo que hace las cosas bien a nivel empresa cumple los horarios laborales de los trabajadores que les permiten conciliar con la vida familiar. La de cocinero es una profesión atractiva y de la que puedes vivir.
—Precisamente por que usted parecía destinado desde la cuna a la cocina, debió de tener algún arranque de rebeldía...
—Yo de joven me fustigaba mucho porque crecí con todas las historias y anécdotas de mi padre, de mi abuelo y de toda mi familia. Yo me veía como un jovenzuelo debilucho y con poca determinación. A los 15 años me metí por primera vez en la cocina con mi tío. Se me caía todo, hice el ridículo varias veces. Entonces dije que no quería volver, que aquello no me gustaba. Que era una mierda, vamos. Al año siguiente volví, y todo seguían siendo complicaciones. Pero, aun así, algo me hacía querer volver. Después estudié en la escuela de Luis Irizar, en San Sebastián. Ahí tuve un primer contacto, en el restaurante Akelarre, que tiene tres estrellas Michelin, con lo que realmente se puede crear en los demás por medio de la comida. Entonces, ya sí, me enamoré. Y así hasta hoy.
—¿Cómo concibe usted la gastronomía? ¿Es un arte?
—Totalmente. La cocina es consecuencia de personas. Es una herramienta que se utiliza para contar al mundo tus inquietudes, tus preocupaciones y tus valores, incorporando todos los elementos de la decoración. Todo es simbología pura de algo que quieres transmitir a los demás. En eso estoy yo. Proponer hostelería contando historias.
—Hablaba de la tortilla de su madre. ¿Alguna otra receta familiar que le marcara?
—Las lentejas. Bueno, y la tortilla guisada con callos. Cuando volví de trabajar en Bullit con Ferrán Adriá, recuerdo que mi tío me preparó una tortilla con callos y me decía a mí mismo que aquello era alucinante. Construí mi vida tan en torno a mi familia porque creo que nos llevan pasando cosas maravillosas más de 100 años . Si no tuviera esa influencia a lo mejor estaría obsesionado con buscar la estrella Michelin. Pero no. Ahora me siento libre de proponer la hostelería que quiero, que está siempre muy cercana a mi familia y sus valores de respeto, honestidad y constancia.
—Existe la idea de que la alta cocina y la cocina tradicional son dos cosas contradictorias. ¿Es así?
—Hay diferentes tipos de situaciones y de clientes. Yo puedo ir un día a una taberna a comerme un pescado maravilloso y al día siguiente ir donde Pepe Solla a que me vuele la cabeza con sus dos estrellas Michelin. Hay momentos y momentos. Ambas tendencias tienen que coexistir. La cocina creativa, en la época de lo molecular, de Ferran Adriá, era más técnica y alejada de la tradición. Ahora, la cocina de vanguardia se está acercando más a la tierra, a la naturaleza. A conocer al hombre que está plantando los puerros. Y eso es muy bonito. Se le está dando más importancia al sabor y al origen. No obstante, la vanguardia, para serlo realmente, tiene que fluctuar. Dentro de unos años surgirá otra nueva inercia que se separará de nuevo de los tradicional.Y luego volverá otra vez. Y, en realidad, así es como tiene que ser.
—¿En qué lado del espectro se encuentra usted más cómodo?
—Prefiero anclarme en la tradición. Es desde donde me gusta más crear, aunque tengamos proyectos como Fismuler donde creamos desde la libertad absoluta y sin tener que seguir tanto las reglas y los marcos establecidos. Me siento ligado a la tradición y a lo familiar, pero también mantengo esa libertad para hacer cosas.
—¿La cocina puede disparar recuerdos y nostalgias?
—Total. El sentido más capaz de retrotraer es el olfato. Es el que más te conecta con las emociones. Más que el gusto o que la vista. No hay nada más bonito que que se te acerque alguien que ha venido al restaurante a decirte que un plato tuyo le ha recordado a su madre. Es una emoción muy pura. El plato estrella de la Familia es el escalope empanado. ¿A quién no le lleva eso a la niñez? Cuando tu madre los ponía en una tartera para pasar el día en el monte. Es parte importante de la magia. Todos nos hemos criado con unas bases gastronómicas.