Pide el divorcio porque su esposa le echaba laxante en la cena

Alberto Mahía A CORUÑA

ABEGONDO

JOSÉ TOMÁS

La mujer se enteró de que su marido tenía una aventura y, despechada, creía que el medicamento le impediría cumplir con la amante

16 may 2003 . Actualizado a las 07:00 h.

Intenten imaginar el cuadro: un hombre tiene una amante, su mujer se entera, la engañada afila el ingenio y no se le ocurre mejor venganza que echarle al marido laxante en la cena para apartarlo de la maldita. El hombre se percató de la jugada con quince kilos menos. Y no se lo pensó. Buscó un buen abogado y presentó una demanda de separación. ¿El motivo? Pasar cuatro meses atado a un retrete. José María, que ahora lo entiende todo, recuerda por lo que pasó: «Pensei que estaba a morrer. Non me cabía na cabeza o de ir tanto ó vater, eu que fun sempre como un reloxio». Este hombre que presumía de llevar un Rólex en el bajo vientre y de tener los dedos como pequeños jamones de tanto trabajar lo puso todo en manos de su abogado. Está empeñado en denunciar a su mujer por envenenamiento. El letrado lo intentó calmar. Le explicó que con decir que ya no la quería era suficiente y sería todo más rápido. Pero no. José María pide que la Justicia viaje a su pequeña aldea en Abegondo. El romance Él, que admite el engaño, recuerda que la «canallada» la maquinó su mujer al enterarse, hace un año, de que tenía una aventura con una vecina, una mujer que al caminar por la calle hacía temblar los vidrios de los escaparates de lo resultona que es. José María presume que se trata de «toda unha señora, cun corazón que non lle cabe no peito». La disgustada esposa se tragó el orgullo. No dijo nada al marido. Sabía que tras la cena no iba a jugar la partida, sino que iba a verse con la lagartona de su vecina. Y resolvió el asunto a golpe de laxante. Puntual, le servía la cena, siempre acompañada de unas gotitas de Laxantil. José María, que siempre fue de buen diente, tragaba. A partir de ahí comenzaban los viajes al cuarto de baño. Pero aquello era como intentar quitarle las herraduras a un caballo al galope. José María no le falló nunca a su amante. El fogoso caminaba inclinado contra el viento, dispuesto a verse con la amada aun a costa de su salud. A pesar de que se le estaban poniendo bisagras en el lomo de tanto doblar el espinazo, ahí estaba siempre. Dispuesto. José María nunca fue hombre de ir al médico. «A única vez que fun foi por mancarme un dedo cortando nun tronco», dice orgulloso. Pero aquello empezaba a ser un infierno. «O que máis me doía é que lle decía á miña muller que me atopaba mal e ela calaba», recuerda. Médico El doctor le dijo que hiciese inmediatamente unos análisis, pero un día antes de someterse a las pruebas se enteró de lo que le estaba haciendo su esposa. Fue por un amigo. Resulta que la mujer de José María le confesó a una vecina lo que estaba haciendo, y la señora se lo dijo a su marido. Con tal mala pata para la despechada que ese marido es buen amigo de José María. Y no lo pudo ocultar. Ese mismo día, el hombre se presentó en casa con la cara desencajada, furioso. Husmeó por los armarios y encontró el laxante. Pidió explicaciones a su señora y la mujer no tuvo más remedio que reconocer la faena. A José María se le altera el pulso: «Aínda tiña máis que decir. Nunca lle faltou nada. Traballei coma un burro toda a miña vida e ela págame así». Hoy publicita el asunto porque no le admitieron a trámite la denuncia por un delito de intento de asesinato. Clama justicia. Tiene esperanza: «Agora que están os políticos de ronda, seguro que me fan caso». La solución de José María pasa, primero, por probar los hechos, y segundo, por convencer a la Justicia de que el laxante es un arma mortal.