
Media tarde de otoño en la línea 6 de autobuses de A Coruña. Cruza el centro por la avenida de Fisterra dirección Arteixo. En el coche, un grupo de quinceañeros que acaban de salir del colegio parlotean y ríen con energía. Ellas llevan uniforme, falda de tablas y cuadros y camisa blanca. Una de las muchachas se sienta al lado de una mujer. Mediana edad, mascarilla, ropa rigurosa y un gesto inconfundible de pertenencia, de posesión. La cría deposita su mochila en el suelo del autobús. La excusa que la mujer necesitaba para meterse con ella: «eres una maleducada»; «la mochila no se apoya en el suelo»; «tienes que respetar el uniforme que llevas»... La lista de comentarios insolentes aumenta. La muchacha los desafía, primero con gestos y enseguida con palabras. Sus compañeros la acompañan. La discusión avanza. La señora, también. De repente, brinco cualitativo: «Ponte un taparrabos». La rapaza ensaya una carcajada nerviosa. Sus compañeros, otra. «¿Por qué le dice lo del taparrabos?», dilucidan dos amigas. La sospecha de lo que está pasando se abre paso. La señora, rigurosa y con su gesto de posesión aún más acusado, zanja la duda: «¡Vete a tu país!». La cría abre la mochila, desenvaina la cartera y extrae su DNI. «¡Este es mi país, este es mi país!», clama la muchacha. A estas alturas se sigue riendo pero ya no puede tapar los nervios ni el gesto de haber escuchado lo mismo antes. Los compañeros le contestan a la señora, le reprochan la indicación y encajan el rifirrafe que a esas alturas ya domina el autobús. La señora se baja con su desagradable gesto de posesión por delante, farfullando y hablando de mala educación. Por cierto, la cría de la mochila era negra.