
Hay cafés y cafés. Y luego está el Delicias. Ahí, en la esquina de Cuatro Caminos, lleva incrustado su legendario letrero rojo desde 1958. Acoge desde entonces a decenas y decenas de coruñeses que lo ven como un icono de resistencia ante una oleada de hostelería moderna que se lo lleva todo por delante. Que sí, que zamparse hamburguesas de novillo argentino con japaleños en una mesa danesa de los años cincuenta mola. Pero sentarse en esas crujientes sillas de madera a tomarse un bombón delicias, también. Incluso más.
Ese bombón delicias no es otra cosa que un café solo con leche condensada, una gochada que hace honor al nombre del local: está deliciosa. Mmmm... Pero al margen de la sabrosura del producto se encuentra el entorno. Porque el Delicias es un local como los que ya no quedan. De los de amplios ventanales, mesas de mármol, partidas de dominó y póster del Dépor. Todo con el barniz amarillento del paso del tiempo. El de las cosas añejas de verdad. Lo que los modernos llaman vintage y se diferencia de lo retro en la autenticidad.
Se impone aparcar ese vocabulario aquí, porque el Delicias nada tiene que ver con ello. En ese café uno puede ver la quintaesencia del crisol humano coruñés. Sí, como ocurre en algunos pocos puntos de la ciudad (la plaza de Lugo, por ejemplo) allí se da cita una amalgama de gente variopinta sin más conexión que ese punto de encuentro. Uno acude allí cuando la madrugada empieza a dar paso al día y se juntan bingueros, juerguistas a los que le noche se les ha hecho corta, taxistas terminando el turno, trabajadores del puerto dándose un homenaje mañanero y madrugadores de la zona ávidos de periódico.
Recuerdo, en una angustiosa noche en los noventa, ir allí a las cinco de la mañana a comprar La Voz para ver si había aprobado la selectividad. Luego lo frecuenté mucho en mis noches de farra en modo desayuno. También como sitio de referencia para quedar, fascinado por ese ambiente de bar auténtico, con literatos bohemios, parejas acarameladas dentro de la burbuja del amor, apasionadas jugadoras de parchís y trabajadores de banca apurando el café. En la barra, de madera, se sucedían los platillos preparados con cucharilla y azucarillo. Ver a los camareros, de noble camisa blanca hostelera, trabajando a todo meter suponía todo un espectáculo.
Local de confidencias, cierres de acuerdos y situaciones de película. De allí sacaron a una etarra a punta de pistola. Un día vi a un camarero quemado saltar por encima de la barra y echarse a correr tras un cliente que había hecho un sinpa. Siempre he tenido la sensación de estar en un lugar único. Por ello, más pronto que tarde, hay que volver. Para dejar de escribir en pasado de uno de los locales de mi vida. Y de la de muchos, muchísimos, más.