¡Es lo mismo!

Rafael Arriaza
Rafael Arriaza AL DÍA

A CORUÑA CIUDAD

06 dic 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Mientras la clase política, que, bien nos gobierna, bien está al quite por si puede hacerlo, está ocupada mandando apretar, con la sentencia de los ERE y el chaparrón de «y tú más, Tomás» subsiguiente, con abrazos fraternales, puñaladas, o con entierros y desentierros varios, a mí me viene a la cabeza un viejo chiste que mi padre nos contaba hace muchos años, y que usaba para explicarnos su gallego descreimiento sobre esa nueva clase política que entiende a sus partidos como una empresa que debe obtener réditos a base de franquiciar siglas, aunque arruine al país, al pueblo que les da de comer, y hasta a la madre que los parió, si eso les garantiza un silloncito.

La historia iba más o menos así: en un viaje de A Coruña a Madrid en tren coinciden en el mismo departamento un paisano gallego y tres señoritos de ciudad. Los señoritos solían viajar en primera clase, pero estaba llena, así que han de compartir un vagón popular. Pongamos que uno es andaluz, otro madrileño y otro catalán, para que cuadre la historia trasladada a nuestros días. Da igual cómo se coloquen, en la historia se van agrupando según todas las combinaciones posible. Al poco de salir, uno de ellos empieza a quejarse del calor que hace en el vagón. Es una experiencia nueva para alguien acostumbrado a viajar en primera clase, con temperatura siempre estable. Convence a otro de que deberían bajar la ventanilla. El tercero no está por la labor, y, en busca de apoyo, le pregunta al paisano: «Oiga, ¿le parece bien que bajemos la ventanilla?». El paisano, después de mirarlos a los tres responde: «Me da igual… ¡es lo mismo!» (léase con acento gallego, para que también cuadre). La bajan. Al cabo de un rato, la situación cambia. Ahora son dos los que se quejan del frío que hace en el vagón y quieren volver a subir la ventanilla, y el tercero no es partidario. Vuelven a preguntarle al paisano, cada cual en espera de que apoye su propuesta, y el paisano vuelve a darles la misma respuesta: «¡Es lo mismo!». La suben. Un rato después, nueva discusión, nueva pregunta, y misma respuesta: «¡Es lo mismo!». La bajan. Y así hasta Madrid. Cuando por fin llegan a la estación final, los tres se apresuran a recoger sus equipajes, incluso antes de que el tren se detenga por completo, como mostrando al mundo la urgencia que los mueve y lo importante que es que lleguen a tiempo a quién sabe dónde. Antes de salir, tal vez para aprovechar el tiempo mientras las puertas aún están cerradas, y puestos por una vez de acuerdo en algo, le preguntan al paisano por su actitud. No entienden que no haya tomado partido ni una sola vez, a pesar de lo razonable que cada cual consideraba su petición en cada momento. Y menos aún, que siempre les respondiera igual. El paisano los mira otra vez a cada uno y esboza una sonrisa. Esa sonrisa que tiene el marinero que ve al turista pelearse con su flamante lancha para echarla al agua en la rampa del puerto, justo por el lado donde hay más verdín, presagiando el resbalón, pero sin querer pedir ayuda, no vayan a tomarlo por ignorante. Al cabo, mientras toma su maleta, les dice: «¡Es lo mismo… la ventana no tiene cristal!».

Y me temo que andamos más o menos así. A nuestros políticos.