Hubo un tiempo en que a los exhibidores se los tenía por los saboteadores del cine español, acusados de apostar con descaro por el producto de Hollywood. Son empresarios, nunca onegés. Lo suyo es un negocio sometido a un peaje brutal por parte de esas mismas multinacionales que los tienen secuestrados con el 50%-60% por cada entrada vendida, pero, a cambio, les garantizan poder pagar las nóminas a fin de mes. De propina, las instituciones públicas se lucieron apoyando siempre a la producción y marginando a su sector. Normal que nunca aspiraran a mártires. Por eso llevan en su genética una rotunda aversión al cine español, excepto a la franquicia Torrente, a unos pocos nombres como Amenábar, Almodóvar (a la baja?) y a algún producto coyuntural.
Torrente 4 es una frikada sideral. Segura tomó a la escatología por bandera, pero siempre pretendió hacer un filme para forrarse y de paso divertir a un público que entiende a la sala como un templo para descoyuntarse con la carcajada a grito pelado. Gracias a su condición de genuino hombre-anuncio, lleva meses vendiendo la burra. Los empresarios deberían concederle su Oscar, porque, de paso, el taquillazo confirma que, pese a las descargas ilegales, la piratería y los gurús del pesimismo (esos que matan al cine en salas), lo que el público pide es espectáculo. Con 20 filmes como Torrente 4 al año, habría hueco para 80 filmes de autor y los exhibidores curarían su alergia a la marca cine español.