El autor colombiano reedita «Manual de culinaria para mujeres tristes»
17 mar 2013 . Actualizado a las 07:00 h.«El campo colombiano lo disfruto, pues soy caminante antes que escritor»
En el 2005, el colombiano Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) publicó El olvido que seremos, un libro que detallaba con maestría literaria la relación con su padre, un médico humanista y solidario asesinado por paramilitares en 1987; poco después, el propio escritor tomaba el camino de exilio. Aquel libro conmovedor le ganó fama mundial, pero Abad ya había escrito antes media docena de obras tan personales como diferentes entre sí. Ahora se reedita Tratado de culinaria para mujeres tristes (Alfaguara), un texto inclasificable que mezcla fantasía y cocina.
-En una entrevista usted mencionó que las mujeres tristes «pesan» en la vida de uno. ¿Es este uno de los propósitos a la hora de haber escrito el libro, quizá aliviar ese peso?
-Hay un pesar que se duplica cuando a nuestro lado hay una o más mujeres tristes. No sé si esto es machista o feminista, pero siento que cuando una mujer está triste la tristeza es más plena, más completa. Las mujeres son capaces de entristecerse a sus anchas: lloran, gritan, chillan, aúllan. A los hombres siempre nos han recetado contención, disimulo, y la hombría se confunde con cierto estoicismo ante la adversidad. Recuerdo que Nadiezna Maldestam, en su hermoso libro Contra toda esperanza, decía que contra las dictaduras uno no debería manifestar serenidad y aplomo, sino aullar como animales, para que el dolor y la protesta se conozcan. Yo viví la experiencia de una hermana enloquecida de tristeza, y quizá el pesar que sentí por su pesar es no de los orígenes secretos de este librito.
-Uno de los consejos que ofrece la obra es el de no dejar que le receten alegría a uno. ¿Hay que reconciliarse con la tristeza?
-El cuerpo debe doler para retirar la mano si nos estamos quemando o si nos estamos pinchando. Quienes no sienten dolor, mueren muy jóvenes. La tristeza es una reacción natural y normal a ciertas circunstancias vitales: abandono, enfermedad, muerte, soledad. Es una señal de alarma de la mente, parecida a la del dolor. No digo que debamos regodearnos en la tristeza, pero sentirla es reconocer sus motivos, si los hay, para combatirlos si son remediables, o para lamentarlos si son irremediables. Ante una tragedia podemos reaccionar con algún dopaje mental o con la tristeza natural: curiosamente el mismo llanto, y el sufrimiento extremo, terminan siendo una especie de sedante natural. Llorar mucho da sueño.
-Da la impresión de que es un libro híbrido en lo literario, pero también en el contenido. ¿Cuánto hay de tradición popular y de fantasía en las recetas?
-Este libro lo escribí, originalmente, en verso. Eran heptasílabos y endecasílabos, en combinación libre, como los madrigales, y con alguna asonancia de vez en cuando. Hay influencias populares, como usted dice, y algunas cultas también, como El arte de amar de Ovidio. Por eso tiene ese doble registro entre muy bajo y popular y otro alto, áulico. Las recetas pueden ser triviales y sensatas o completamente imposibles, fantásticas, irrealizables, y en ese sentido el libro quiso ser también una parodia burlesca de los libros de autoayuda. Es un libro de autoayuda que no sirve para nada, salvo para pasar el tiempo.
-La que sí debió de ser una experiencia catártica fue la escritura de «El olvido que seremos». Creo que ensayó varios intentos infructuosos hasta dar con el tono adecuado.
-Hubo dos libros italianos que me dijeron cómo hacerlo, al fin, y por qué abandonar la ficción y acogerme al amparo de la memoria, el testimonio y los documentos: Si esto es un hombre, de Primo Levi, por la necesidad de contar una verdad, por dolorosa que sea, y por lo injusta que fue; y Léxico familiar, de Natalia Ginzburg, por el tono y el nivel familiar del lenguaje. Levi me dio el valor y Ginzburg me dio la receta estilística, digámoslo así, el registro en que la historia podía ser contada, después de mis intentos fallidos por contar esa misma historia con la estrategia de la ficción.
-Después volvió a ella en «Traiciones de la memoria», donde investiga la autoría del soneto que le dio título a «El olvido» hasta demostrar que era de Borges y no un apócrifo. ¿Se complementan ambos?
-El segundo es casi un epílogo, una cola, una excrecencia que le resultó a El olvido que seremos. Yo aspiro a que algún día ambos relatos aparezcan juntos, pues Un poema en el bolsillo (el primer relato de Traiciones de la memoria) es como recoger un cabo suelto que quedó en la redacción del Olvido: ese poema olvidado, ese poema que aparece en el bolsillo de un hombre asesinado, y que podría ser -así todos lo nieguen- del mismo Jorge Luis Borges. Es una historia que parece fantástica, inventada, y que en cambio creo haber documentado hasta en los más inverosímiles de sus detalles.
-Ha vuelto a residir en Colombia después de su exilio. ¿Ha notado mucho cambio?
-Bueno, ya llevo tanto tiempo en Colombia que se me olvidaron las sensaciones de extrañamiento que pude sentir al regresar. Ahora me gusta más la vida pendular, teniendo a Colombia como casa, pero pasando largas temporadas en otras partes: viví un año en Berlín, otro en Boston, otro en Madrid. Ahora me gustaría pasar un tiempo en el sur del mundo, por ejemplo en Argentina. Pero todo son más sueños que realidades. Las ciudades colombianas me angustian, por lo caóticas, pero el campo colombiano lo disfruto muchísimo pues soy caminante, antes que escritor.