En los ochenta años de ese coloso de arte fílmico del último medio siglo
23 mar 2013 . Actualizado a las 19:01 h.La biografía y la tan subyugante como heterogénea carrera de ese coloso del arte fílmico del último medio siglo llamado Michael Caine aparecen surcadas por una suerte de paradojas que, ahora que se celebran los ochenta años del actor, no está de más calibrar. Siempre se ha dicho de la mirada licuada de Caine, de su inimitable toque escéptico y displicente, que funcionaba como una impermeabilización de sus sentimientos, un sarcástico blindaje emocional. Y, sin embargo, no recuerdo ningún otro actor de su quinta, y pienso en Gene Hackman, en Clint Eastwood, en Sean Connery o en Robert Duvall, en el cual se haya concitado, al ingresar en el club de los octogenarios, un afecto y una cercanía, una identificación de calor cinéfilo de magnitud comparable a la que ha rodeado el aniversario del actor londinense.
También existe una interesante disparidad entre la imagen pública de seductor de quien se hizo famoso con aquel amante del amor, aquel mattatore del swinging London llamado Alfie, aquella generación de la promiscuidad sexual y la grande bouffe etílica, y lo que ha sido en realidad la vida de Michael Caine, casado desde hace cuarenta años con una mujer de nacionalidad india a la que conoció mientras ella hacía un spot de café.
Creo que, en lo que se refiere a la especial reverencia manifestada estos días hacia Caine, tiene mucho que ver la singularidad poliédrica de su filmografía: no seré el único que sienta que los tres mejores minutos de todo el cine firmado por Woody Allen se concentran en una secuencia de Hannah y sus hermanas en la cual Michael Caine, desarbolado de amor por su cuñada en la ficción Barbara Hershey, recorre atropelladamente una manzana para hacerse el encontradizo y acabar acompañándola a una librería en donde le regala un libro de poemas de E. E. Cummings, en un afán desesperado de seducción: «Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos más pequeñas?».
De la misma forma, de entre toda la fauna de personajes bizarros que habitan la obra del gran Brian De Palma, el quite lo gana ese psiquiatra esquizoide de Vestida para matar, esas gafas oscuras y esa peluca que rasgan en la puerta de un ascensor la sublimación de Psicosis. Y la rubia era él. Piensen en algún otro actor de primera fila capaz de aceptar un personaje así y no encontrarán a nadie que no sea Michael Caine.
No hay tampoco otro, y esto agranda también su magnitud, con margen para resurgir tantas veces como el ave fénix. De conducir su carrera, por su incapacidad para decir no a una suculenta oferta económica, a aparentes callejones sin salida como aquella secuela imposible de La aventura del Poseidón, o una cuarta entrega de Tiburón de la cual solo recordamos su ya prominente tripa. Y encontrar la salida en composiciones ya legendarias como la del sórdido villano de Mona Lisa, el sudoroso loser de Sangre y vino o el alcoholizado reportero en el enjambre vietnamita de El americano impasible.
Ridículo y leyenda
Incluso embarcado en operaciones-ridículo tan conspicuas como la amenaza a la especie humana por una mutación de abejas africanas (El enjambre), Michael Caine posee el don de salirse por la tangente, tirar de oficio y evitarse el bochorno. Ha hecho muchas, demasiadas malas películas. Pero no hay una sola de ellas de la cual su leyenda deje de salir indemne.
Su leyenda: hay un arco de bóveda sobre el que, por encima de todo lo dicho, se sustenta. Y lo conforman dos trabajos entre 1972 y 1975 que están en el legado de lo eminente del cine de la pasada centuria. Son dos de las contadísimas ocasiones en las cuales Caine colaboró con creadores referenciales del cine del siglo XX: John Huston y Joseph Mankiewicz. Con el primero dejó una de las más descomunales ceremonias de los adioses del cine épico, El hombre que pudo reinar. Y con Mankiewicz abordó un tour de force titánico, quizá como ningún otro de los que el cine hablado en inglés puede dar fe: someter a Michael Caine, que entonces aún no había cumplido los cuarenta, a un encierro de casi dos horas y media a solas con un Laurence Olivier entonces viejo brontosaurio ya de retorno de todas las tempestades escénicas o fílmicas debería haber sido un viaje al desolladero.
Y de aquella encerrona llamada La huella, un nada ficticio pulso de clases en una Inglaterra sometida a convulsiones de lucha de modelo social, salió Olivier extenuado (apenas con fuerzas para componer su último trabajo relevante, en Marathon Man), mientras la pantalla acuñaba ya entre los más grandes de su especie al insurgente Michael Caine, para siempre marcado por el brillo de la genial insolencia.