Su fallecimiento el pasado domingo deja al rock sin uno de sus más revolucionarios referentes. Odiado y querido a partes iguales -nunca pretendió ser el más simpático de la clase-, el neoyorquino consiguió algo complicado en el negocio de la música: respeto. Sirva esto como homenaje al hombre que lo transformó todo
01 nov 2013 . Actualizado a las 23:20 h.Cuentan que el otrora indispensable Brian Eno afirmó en una ocasión respecto del primer disco de The Velvet Underground que puede que vendiese tan solo 30.000 copias, pero que todos y cada uno de los 30.000 compradores de ese álbum terminaron montando su propio grupo. El padre de estas miles de bandas fallecía el pasado domingo a los 71 años, meses después de haber sido sometido a un trasplante de hígado. Lou Reed deja así huérfanos a un sinfín de músicos y fans que comulgaron con su oscura percepción de la música. Porque sin él, esto del rock no hubiera sido ni parecido.
Mucho se ha escrito sobre la innegable influencia ejercida por Reed y la importancia de su legado. La larguísima sombra de sus discos con la Velvet llega nítida hasta nuestros días. Y es que pocos artistas pueden presumir de una fecundidad tan relevante como la demostrada por Reed entre 1967 y 1973. Pocos, muy pocos, por no decir casi nadie, han podido revelarse tan determinantes en tan escaso espacio de tiempo. Y aquí no cabe la exageración. Hasta cuando se ponía denso -cosa frecuente- resultaba rompedor.
Lou Reed era la modernidad. Ya fuese por acción o por reacción, suya es la culpa de la irrupción del punk, cuyas bases estéticas sentó con su pelo oxigenado y su cuero tachuelado. En España fue, con permiso de Bowie, el referente, la figura a la que imitar, para toda una generación que inventó algo que después se llamó la Movida.
Se comió de un bocado el sueño hippy y devolvió al rock and roll la peligrosidad
Las referencias a su persona son constantes en letras de otros músicos. Y no siempre para bien, porque Reed fue en todo momento reverenciado, pero eso no implica que fuese querido. Desde los neoyorquinos Dictators, que en su Two tub man aseguran que «Lou Reed is a creep» (aunque hay que destacar el gesto que su cantante, Handsome Dick Manitoba, tuvo en los conciertos que esta semana dio con su banda por Galicia, en los que solicitó al respetable un minuto de ruido en memoria de Reed); hasta la referencia de las españolas Vulpess en su stoogiana Me gusta ser una zorra, donde hablan de agredir de peculiar manera a ese «cerdo carroza» llamado Lou Reed.
Pero su influencia no solo es patente en el rock posterior a 1970, sino que Mr. New York (como se refirió a él Bowie) supo meterse en la vida de todos aquellos que compraban sus discos. Su música no es de las que se celebra en comunidad. Quizás por eso la sensación para muchos, tras su muerte, es más la de pérdida de un amigo que hace tiempo que no ves, pero con el que has pasado noches inolvidables. A todos ellos les permitió vivir el peligro desde la barrera. Les mostró una realidad que muchos creían ficción, les bajó a las cloacas de Nueva York sin tener que mojarse los tobillos, y gracias a él pudieron descender a los paraísos endemoniados de las drogas manteniendo lejos los riesgos. Ya se mojaba Lou por nosotros. Se comió de un bocado el sueño hippy y devolvió al rock and roll la peligrosidad, marginalidad y rebeldía con la que había nacido.
Tras años esquivando a la muerte, el pasado domingo finalmente se encontraron. Un encuentro sobre el que Reed ya había escrito en su álbum Magic and Loss, fuertemente marcado por dos pérdidas, en el que cantaba: «Quiero alguna magia para seguir viviendo. Quiero un milagro. No quiero morir. Tengo miedo de dormirme y no volver a despertar, no volver a existir. Cerrar los ojos y disolverme en la bruma». Descanse en paz.