La muerte del descomunal actor deja descoyuntada a una generación no sobrada de talentos. En proceso acelerado de mala jubilación de los De Niro, Pacino, Dustin Hoffman; Duvall, Keitel, Caan... La era no ha parido en Hollywood un recambio
07 feb 2014 . Actualizado a las 18:32 h.Me enteré de la muerte de Philip Seymour Hoffman por el mail de un amigo que leí de madrugada al llegar a la soledad del hotel. Como respuesta primaria, le devolví un correo largo, convulso, dolido por la pérdida creativa esencial así compartida. En esa elegía urgente le expresaba que mi sensación de pérdida, de una hondura insondable, se asentaba sobre un pensamiento no afectivo sino muy racional: había desaparecido el mayor talento de una generación de actores, la que ahora suma cuarenta y tantos, a la que corresponde ya (en realidad van con retraso) ser la columna vertebral interpretativa del cine norteamericano.
Es una cuestión esencial la de cuasi orfandad de genios incontestables entre los actores coetáneos de P.H.Hoffman. El futuro hablará de unas primeras décadas del siglo XXI con el cine norteamericano descabezado de creadores de personajes.
Por eso la lacerante autodestrucción de este actor colosal, de dimensiones que todavía no hemos hallado tiempo para mensurar, nos hace pensar en los treinta o cuarenta años de carrera truncados, en un hipotético centenar de registros interpretativos memorables que ya no nacerán. Piensen únicamente en la continuidad de las colaboraciones del actor con Paul Thomas Anderson, desarrollada en Boogie Nights, Magnolia o la cenital The Master. La mella que provoca la muerte del inmenso histrión pelirrojo no va ser fácilmente metabolizada y ya nos asomamos al horror vacui cuando emerge, como gigantomaquia, la leyenda de Philip Seymour Hoffman.
Tuve solo una ocasión de verlo en un acto público; fue en el verano del 2011, en Venecia, en donde presentaba The Master, la película por la que será entronizado en la eternidad, por más que el Oscar y la popularidad mayor se la diese el papel-caramelo de Capote. En esa ocasión, Hoffman lucía un aspecto saludable, una visera marrón de los New York Nets, y se mostró muy locuaz, abierto al diálogo con los periodistas, al humor, muy alejado a su cliché de tipo difícil. A su izquierda se sentaba Joaquin Phoenix, de negro cuello alto, absorto, incapaz de no pegar caladas como plegarias a su cigarrillo.
Repensar ahora a Philip Seymour Hoffman pasaría por una retahíla incontestable de rostros y circunstancias: solo uno de ellos, el atormentado por la patología sexual de Hapiness, el engreído bon vivant de El talento de Mr.Ripley, el megalómano director teatral de Synecdoque: New York, el sacerdote de La duda o, sobre todo, el hermano cainita de Antes de que el diablo sepa que has muerto o el resbaladizo fontanero de la política de Los idus de marzo, por sí solo, daría fuerza icónica al actor que lo hubiese forjado.
Nos perdimos su veta escénica, donde cuentan que hizo soberbias composiciones de Chejov, del judío Shylock de El mercader de Venecia y de uno de los irlandeses y etílicos hijos de El largo viaje hacia la noche de O'Neill.
En la reserva, vistas ya en Sundance, están sus dos trabajos póstumos: sendas adaptaciones de novelas de John LeCarré y Peter Dexter. Se visionarán este año como misas laicas. Pero el culto, la veneración del mito (James Dean, River Phoenix, Heath Ledger, ninguno de ellos poseía la entidad creativa del recién desaparecido; solo en Monty Clift podríamos encontrar similitudes) no será paliativo de la devastadora orfandad de talento que solo empezamos a atisbar la noche en que nos enteramos del mutis abrupto de Philip Seymour Hoffman.