Aunque se le reedita con cierta frecuencia, es más fácil encontrar una obra de Juan Goytisolo en una librería de viejo que en una mesa de novedades. Su discurso siempre fue crítico e inconformista, su posición, ajena a los cenáculos literarios. Si un escritor le interesa, prefiere leerlo que acercarse a él para tratarlo personalmente. Ha resultado un personaje incómodo incluso antes de que, en 1956, se hubo exiliado en París huyendo de la asfixia del franquismo para varias décadas después instalarse en Marruecos. A sus 83 años ni espera elogios ni reconocimientos. Puede permitírselo. Es un apátrida, un espíritu de la errancia, que lo mismo despotrica contra el imperialismo occidental -ay de un mundo que se deje gobernar por seudoteólogos que mezclan Dios y petróleo, advierte- que afea la cortedad de miras de los nacionalismos -ay del que se sumerja en esta ola que manosea los sentimientos en perjuicio de la razón-, y de la de su Cataluña natal en particular, o denuncia a los empresarios de El Ejido explotadores de la inmigración africana. Hoy, en la España de los recortes sociales, la corrupción y las vergüenzas del pelotazo, nadie hace esfuerzos por compartir foto con Juan Goytisolo. Él, además, prefiere sentarse a charlar en su café Matich y disfrutar del ajetreo de las calles de Marrakech. Pero es que, más allá de su compromiso intelectual y sin renegar de él, este octogenario, con sus aportaciones, ha agitado las quietas aguas de la literatura española varias veces en su ya larguísima trayectoria. No hay más que recordar el audaz viaje que realiza desde el gran reportaje de corte realista Campos de Níjar (1960) a la novela Makbara (1980), donde pesa más la abstracción, a la ficción autobiográfica de Paisaje para después de la batalla (1982), el Don Julián (1970) o sus vindicaciones del pensamiento de Blanco White, Valente, Bartolomé de las Casas o Ibn Arabi. Es Goytisolo, Juan sin tierra, indagador de la memoria, la identidad y las raíces.